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La bóveda azul que pende sobre nuestras cabezas. Colosales masas de agua desgajándose en el cielo, avanzando a velocidades imposibles. Cerros que detienen el camino. El sol que se oculta tras las cimas. Del otro lado, un océano y una cordillera y un Santiago gris, triste, que olvida nuestros nombres porque está enfermo de la memoria. Sobre nosotros, los aviones que escapan, despidiéndose de Berlín, divertidos, rebosantes de pasajeros que volverán a su ritmo habitual. Para ellos, termina el viaje, la fantasía de vivir una vida ajena. Regresan a su tierra pensando ésta es mi patria. Pensando aquí es donde pertenezco. Aquí sé dónde pisar y cómo debo guardar silencio. Se alejan, y los observo sin poder ocultar una sonrisa. Pienso, la patria es un espejo. Pienso, nos vemos, nos sentimos cómodos, seguros. Pienso, los pasajeros que hacen sangrar el cielo llegarán a su tierra y se verán reflejados en la gente que cruza su camino diciendo, una vez más, estoy entre los míos. Y serán capaces de reconocerse y descifrar el idioma a la perfección. Y cantarán las canciones antiguas y bailarán las danzas clásicas y contarán los chistes de siempre y sabrán todas las historias. Y las personas que conocerán no serán, a su vez, más que sus propios reflejos, repeticiones de sus costumbres, su propia vida puesta en otro cuerpo, en otra biografía de similares características, con amigos parecidos. Familias semejantes. La patria no son más que repeticiones de una misma familia. Y la familia no es sino un espejo. Y para quienes no tenemos superficies sobre las cuales reflejarnos, sólo nos cabe dedicarnos a ver, con curiosidad, a todos aquellos que no imaginan su vida sin verse replicados en otros. Dicen, ésta soy yo. Dicen, esto es parte de mí. Y ríen y beben y olvidan y se vuelven amigos mientras disfrutan viendo sus propias imágenes colisionando, reflejándose en un pasillo infinito de espejos enfrentados. Yo existo porque me veo en ti, dicen en secreto, desesperados ante el vacío, y tú existes porque estoy contigo. Somos dependientes porque los espejos no son capaces de mirarse a si mismos. Nos necesitamos para entender de qué estamos hechos, se dicen unos a otros. Y cuando se observan, aparece aquella tierra imaginaria, ese túnel infinito y gris. El avión lleno de espejos viaja para encontrarse con otros espejos que los esperan del otro lado, más allá de las cordillera, espejos que les dirán eres de los nuestros. Los acogerán como uno más. Y quienes permanecemos, quienes no tenemos superficies sobre las cuales mirarnos, casi hemos olvidado aquella sensación. Así que me limito a mirar el cielo, buscando el avión de mi hermana por última vez. Observo cómo cruzan las nubes, dejando cicatrices de vapor. Marcas que desaparecen. Las heridas del cielo sanan demasiado pronto. Bárbara me pregunta si acaso deberíamos irnos y asiento con la cabeza. Comenzamos a caminar. Nos subimos al bus. Me siento al lado del ventanal y observo hacia afuera. El tiempo avanza distinto cuando existe compañía. Las nubes grises. La gente abrigada. Hace frío. Va a llegar el invierno. La nieve convertirá la ciudad en una tela en blanco. Volveremos a empezar.
Nuevos.
Limpios.
Infinitos.

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Tengo puestos lentes oscuros. Mis ojos están hinchados. Anoche intenté dormir, pero me dediqué a llorar y mirar por la ventana. No pude quitarme de encima las imágenes de quienes ya no existen. Franco. Mi padre. Yo misma. La Camila que llegó es diferente de la que ahora tomará el avión. Abrazo a mis hermanas y les digo que fue un gusto y pienso que es lo más honesto que he dicho en un buen tiempo. Tengo puestos unos lentes oscuros, que es la manera en que los testigos, temerosos, observan sin comprometerse demasiado. Los aviones rugen sobre nosotros y es hora de irme de vuelta a mis clases y mis niños del liceo y a despedirme de Franco, que nunca disfruté de verlo pelear. Siempre le decía, tengo miedo que un día termine sucediendo algo que lamentes. Quizás la única que lo lamenta, en realidad, soy yo, porque ahora observo desde la orilla, incapaz de aceptar la partida de los barcos y sólo me queda mirar sus formas desaparecer en la curvatura de la tierra. Abrazo a mis hermanas y siento que estamos intentando dejar de repetir algo. Somos espejos, quiero decirles. Tres soledades. En una hora más, estaré cruzando el cielo, atravesando el mundo, de regreso a mi Santiago. A esa ciudad de corazón sucio, sobrepoblada. Tierra de policías violentos, de pueblos enteros arrasados por la minería. Tierra de enormes edificios, monumentos a los millonarios. Tierra de ladrones profesionales, crímenes a gran escala, muertos olvidados en el tiempo. En ese país habita el espíritu de mi padre y el recuerdo de mi novio y los niños que me preguntarán cómo estuvieron mis vacaciones. Y les pediré que dibujen las suyas y me mostrarán imágenes pintadas con sus manos torpes. Figuras que representan a sus padres, hermanos y familia. Personajes sonriendo, tomados de la mano. Soles amarillos que brillan con locura. Nubes sonrientes, que viajan cruzando un cielo celeste, rabioso. Ninguno de ellos dibujará la nube de smog que corona la ciudad. Nadie dibujará los ancianos muriendo en los consultorios, los niños apuñalándose por pasta base en la periferia de la capital. Sólo existirán sus familias sonrientes, perfectas, inmunes a las injusticias del mundo que habitan. Quisiera pedirles que dibujen mis vacaciones. Que tomen un papel enorme, del tamaño del mundo, y pinten mi viaje en tren. El perrito que me amó por un instante. La señora Grösse, extrañando a su marido. La soledad del hogar abandonado. El olor de mi madre al interior de esa casa. El camionero y sus hermanos, reunidos al fin, abrazados en una playa del otro lado del océano. Franco, knockeando a su adversario, sonriendo, ganando la última pelea y diciéndome que no había motivos para tener miedo, que si avanzamos mirando de frente, el resto no importa. Desearía que los niños dibujaran a mi padre verdadero, sonriente, abrazando a sus niñas con amor infinito. Vidas eternas en dibujos pequeños pintados con manos igualmente diminutas. Las diversas escalas del cariño. Entonces, me saco los lentes oscuros, les sonrío por última vez y me giro, caminando con mi maleta hacia el interior del aeropuerto. Detrás mío, los restos de una familia. Amores imposibles. Espejos caprichosos, egoístas, que gastaron todo su tiempo observándose a si mismos. Borrachos de placer, incapaces de darse cuenta de cuántos milagros germinaban a su lado. Delante mío, el regreso. Santiago. La vida formada y la que debo reformular. Los viajes que terminan y los que comienzan. Las pocas palabras que tenemos para describir la soledad.

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Le pregunto a Florencia si puedo quedarme en su hogar. No quiero volver a Chile por ahora. No tengo ninguna razón para hacerlo. Me dice no hay problema. Me dice tengo una pieza de sobra. Me dice somos hermanas.

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Bárbara, necesito hablar contigo. Sé que estás ocupada y quizás estás en un momento importante, pero escúchame. No me interrumpas y escúchame, así como yo te dejé hablar cuando me lo pediste. Hoy me desperté y fui a comprar una tarjeta telefónica para llamarte. Quería contarte de mi vida. Quería contarte que han sido días muy tristes. Mi tío Franco murió en una pelea de boxeo. Se le reventó una arteria del cerebro y estuvo inconsciente tres días. Murió anoche y lloré tanto que pensé que me iba a explotar la cabeza. No éramos cercanos. No lo veía desde hace tiempo. Y sin embargo, estar con él en sus últimos minutos me afectó como si fuésemos mejores amigos. Pensé mucho por qué me afectó de esta manera. Por qué no podía quitarme su imagen de estar conectado al respirador artificial. Por qué no podía dejar de ver cómo se inflaba su cuerpo al mecánico ritmo de los extraños aparatos de hospital, que siempre me han dan la impresión de ser una enorme sala de espera a algo aterrador. Y, entonces, lo descubrí. Tiene que ver con las escalas diferentes y las neuronas espejo y la forma en la que establecimos esta relación que ahora no soy capaz de cargar encima. Porque debo acostarme borracho para lograr dormir. Y porque cuando cierro los ojos te veo, sonriendo, amarrada en los brazos de alguien más. Sé que son imágenes y quizás nada de esto es verdad, pero para mí cuentan y hieren con la misma intensidad que si lo fueran, porque en un punto la imaginación y la fe y la verdad se parecen demasiado, y no soy capaz de separar realidad de simulacro. Entonces, levanto los ojos y miro alrededor, pero toda la miseria de los otros parece más importante. En comparación, mi escala es pequeña y mis dolores son pequeños, pero los siento tan grandes que no me caben dentro. Porque la escala con que se miden los planetas no es la escala de los hombres. Y la escala de los problemas del mundo no es la escala de mi propio corazón. Sentir empatía tiene ese doble filo, porque comienzas a medir. Tercerizas tu percepción y acabas alienándote. Necesito regresar a mí, porque tú no fuiste capaz de cruzarte a mi lado. Te regalé tanto espacio y tanta tierra, que ahora estoy parado sin ser capaz de moverme para no invadir tu territorio. Mi patria se han vuelto mis zapatos. Y tengo miedo que si seguimos con lo nuestro, termine si poder contar con que mis pies sean parte de mí. Y así, cuando no tenga dónde estar de pie, porque todo te pertenece, no puedo evitar preguntarme si me cargarás en los hombros o me expulsarás de tu territorio. Y me aterra el hecho de no saber con certeza. Nunca me había pasado esto. Ya no puedo. Ya no te puedo. Mi tío murió solo, porque su novia está en Europa, como tú, y me di cuenta que no quiero eso para mí. Quiero morir de la mano de alguien. No estar permanentemente solo. Necesito compañía y es hora de afrontar que no puedes dármela, porque no sabes lo que significa. Esta será la última vez que hablaremos. Dejaré tus cosas en la casa de tu padre. No toques mi puerta. No me llames. Yo no existo. Imagina que me hundí, que me arrojé al agua y me he perdido en lo profundo, descendiendo lento, perdido en la oscuridad de un río en la mitad de la ciudad en la que ahora estás de visita. Espero que estés bien. Espero que me entiendas. No quiero, siquiera, escuchar tu voz. No soy capaz. Voy a cortar, ahora. Necesito cortar. Adiós.

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Yo no vine acá esperando sacar algo en limpio. No pedí un regalo. No crucé el Atlántico para tener en mis manos un objeto y decir “mi madre me lo dio”. Los objetos pesan y ya no quiero más cargas. No me interesa qué es ni lo que significa. Franco me dijo una vez que su mayor miedo era caer al agua y morir ahogado, hundido bajo su propio peso, incapaz de flotar hacia la superficie. Esta caja es otro peso más, otro problema que nos deja nuestra madre y que tengo miedo acabe hundiéndome. Ahora que lo tenemos, debemos cuidarlo, sea lo que sea. Debemos tenerlo en algún lugar visible, recordando a esa persona que ya no existe. Una vigilia permanente que nunca pedimos. Debemos cuidarlo y quitarle el polvo y mirarlo para pensar que, al menos, nuestra madre nos dejó algo. Un objeto. No sólo se conformó con pisotearnos el corazón, sino también, en sus últimos momentos, decidió darnos el golpe de gracia y clavarnos algo material para arrastrar su memoria. Y es que este regalo, lo que sea que haya dentro de estas cajas, es todo lo que nos queda. Es su legado, su recordatorio. No sé ustedes, pero yo no vine hasta acá esperando sacar algo en limpio. No pedí un regalo, ni un objeto que observe mi rutina para recordarme a una mujer que nunca fue capaz de decirme un te quiero, hija. Me gusta tu sonrisa, hija. ¿Hace cuánto que no dejas de pensar en mí, hija? Perdóname por abandonarte. Dame un abrazo, hija. Tu padre está vivo y yo estoy bien. Vivimos felices, al otro lado del mundo, miramos pasar las estaciones porque somos suficientes el uno para el otro. ¿Y, sabes qué? Esta es sólo una pequeña historia de amor, hija. Perdóname por haberte dejado tirada, por usar tu cariño como objeto desechable. Esto es todo cuanto tengo para compensar los años de abandono. Un regalo. Un objeto en una caja. Espero que sea suficiente, hija. Espero sepas perdonar a tu madre quien, distraída, al final de sus días, reemplazó todo el amor por un objeto. No. No es suficiente. Yo vine acá a cerrar algo. A terminar con esta sensación de pérdida. Yo tomé un avión y viajé para sentir que hice un gesto por mi madre, que di mi mejor esfuerzo para llegar a perdonarla definitivamente, lo cual es casi lo mismo que olvidar. Y si me llevo esto, no voy a olvidarla. No sé ustedes, pero yo ahora me despido de esta caja y de lo que contiene y de la mamá y de mi padre que no existe más que en mi cabeza. Cierro esto. Me olvido. Los borro. Y que se los trague el agua. Que el peso de los recuerdos se lleve esto al fondo del Spree. Así, arrojo mi caja y ésta se sumerge en las frías aguas del río y luego dos cajas más, sin abrir, se le suman. Caen al agua y se despiden con sus misterios intactos. Nos olvidamos. Se pierden. Se hunden. Y, por primera vez en mucho tiempo, una gran sonrisa me cruza el rostro.

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Salimos del departamento y las miro. No sé qué decir. Tengo en mis manos la caja de mi madre, y descendemos las escaleras a una velocidad en que los pies parecieran ser capaces de echar raíces por los peldaños. Ya en la calle, y bajo la mirada de la nubes que cruzan el cielo a toda velocidad, nos quedamos quietas y en silencio. Pienso en mi padre, en Santiago, que jamás se recuperó de perder a nuestra madre, y pude ver en este hombre que acabo de conocer, esos mismos ojos. La mirada de alguien solo, esperando se acabe el tiempo. El hogar desordenado. El encierro. Esa manera de extrañar que tienen los adultos. ¿Y yo? Tengo la caja en mis manos y pienso que, quizás, heredé de mi madre algo más que sus rasgos y algunos gestos. Pienso en Carlos e imagino el dolor que le he causado. Bombardeé el territorio de quien me interesaba. Arrojé químicos incendiarios y reduje a cenizas sus afectos. Cuando nos despedimos, no me lo dijo, pero sé en qué estaba pensando. Si acaso volvería a pasar lo mismo, acá, lejos de él. Si cuando sus ojos se giran hacia otro lado, la historia ocurrirá repetidas veces. Si acaso cuando se va la vigilancia, me pierdo, mezclada, con los cuerpos de desconocidos. Mi madre fue capaz de dejar a sus espaldas a dos hombres esperando la muerte, a tres hijas sin cariño, y las parejas de esas niñas viven sus afectos con la misma incertidumbre que ellas. ¿Cómo podríamos ser capaces de hablar de amor, de cariño, si nadie nos enseño a hacerlo? Yo fui la más afortunada. Al menos tengo recuerdos de algo parecido al cariño. Pero cuando una madre desaparece así, los recuerdos acaban pareciéndose a los sueños y se vuelven vaporosos. Débiles. Terminan siendo como las palabras que repetimos demasiadas veces, hasta que dejan de ser palabras y se convierten en ideas, sin forma. Conceptos hechos nubes. Nubes que no vuelven a la tierra. Mi madre, nuestra madre, mira desde aquella nube hacia abajo. Se ha transformado en una palabra repetida hasta dejar de ser ella misma. Nuestra madrenube está hecha de vapor y viaja sobre nuestras cabezas, distante, como solía serlo. Camila comienza a caminar, decidida. Dice: aunque no conozco la ciudad, sé a dónde debemos ir. Florencia y yo nos miramos, extrañadas, y la seguimos. Cruzamos calles. Atravesamos semáforos. Doblamos en esquinas y llevamos nuestras cajas en la mano. No quiero abrirla. No me atrevo. La contengo en mis manos y me aferro a ella con locura.

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Tienes razón. No soy su padre. Un padre es una persona que está presente, que da consejos. Un padre guía y da cariño y ayuda a salir adelante. El padre que ustedes tenían no está muerto, sino que jamás existió. El luchador revolucionario que murió defendiendo sus ideales es una bonita historia de amor universal, pero yo no amaba una tierra, yo amaba una mujer. Lo siento si no soy la persona que esperaban. Perdónenme por no haber muerto en un enfrentamiento, o torturado, o fusilado contra una muralla marcada de agujeros de bala y sangre. Perdónenme por no ver morir a mis amigos frente a mí, por no gritar de dolor mientras arrancaban mis uñas. Perdónenme por no gritar, desesperado, en una celda en un centro de detención. Lamento defraudarlas. Espero sepan perdonarme por estar vivo, por ser un hombre mayor, que vive solo, al cual le quedan pocos años de vida y de quien heredarán este departamento cuando ya no esté. Si debo pedir perdón por algo, es por no cumplir sus fantasías, por no estar a la altura de sus expectativas. Pero también pienso que no está en mis manos cumplir lo que desean de mí. Somos un grupo de extraños. Naciones con idiomas distintos y un océano de distancia entre medio. No podemos desplegar afecto, porque no comenzamos a hacerlo antes y porque ninguno de nosotros está interesado en hacerlo ahora que el tiempo corre en contra. Ahorrémonos los problemas y hagamos de esto una despedida que no sangre. Vinieron a verme para que les entregara algo. Aquí está. Su madre les dejó esto. No sé qué hay dentro. Son tres cajas de cartón, cerradas, del porte de una lata de conservas. Tomen. Me pidió que se las diera. Cumplo con mi parte. Por favor, déjenme solo. Es mejor así. Dividamos nuestros caminos, como lo estaban antes. Sabrán de mí cuando ya no exista, cuando la profecía del padre muerto se cumpla de una buena vez y puedan estar orgullosos de un cadáver. No quiero más. No puedo. Suerte.

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Voy saliendo del hospital. Afuera, un señor de unos setenta años está pidiendo dinero. Me sonríe y trato de sonreírle de vuelta pero no lo logro. Me siento a su lado. Me pregunta qué me pasa. Me dice que soy muy joven para estar triste. Me dice que él se llama Guillermo, que era profesor de filosofía. Yo daba la cátedra de fenomenología en la Universidad de Chile, me dice. Me mujer y yo vivíamos en un departamento en Providencia. Salíamos a bailar y nos gustaban las películas en blanco y negro. Un día estábamos cruzando la calle Lyon, camino al supermercado, cuando un auto atropelló a mi mujer. La vi dar vueltas, enganchada en la rueda delantera, me dice. El sujeto intentó darse a la fuga, pero justo tocó un semáforo en rojo y la gente se puso delante del vehículo y lo impidieron. Elsa, mi mujer, estuvo tres meses en el hospital, inconsciente. Yo la fui a ver todos los días. Dormía a su lado. Hablaba con los médicos. Compraba el diario en la mañana y se lo leía casi entero, salvo la sección de deportes, porque odiaba el fútbol. Le pedí a la universidad que me dieran vacaciones, les expliqué mi situación. Me las negaron. Renuncié. Y así, para sumar desgracias, a pesar de los esfuerzos médicos y mis esperanzas, Elsa murió un viernes santo. Comenzó mi desesperación ante la vida. Lloré de rabia porque existía la muerte y porque le había tocado a ella y porque yo seguía vivo. Las partidas dejan un vacío ontológico, ¿verdad? Luego, el enfrentamiento a los problemas del hombre mundano: llegó la cuenta del hospital y el sujeto del vehículo dijo que él no tenía la culpa, así que comenzamos un juicio. Dos homo economis, enfrentados en la blanda moral semántica de las leyes. Dígame, amigo, ¿qué puede hacer un sujeto común y corriente contra un tipo con dinero, cuya familia tiene una oficina de abogados? Casi tres años de juicio y me quedé sin nada. Tuve que vender el departamento en Providencia para pagar las cuentas del hospital y los gastos del juicio. Y ahora, aquí me ves. Esto es lo que queda de una vida arrasada por la competición de los cobardes. Por las leyes de los hombres sin ética. Yo no nací indigente. A mí me arrojó a la calle la mala suerte y la falsa moral. La ausencia de cariño de un país que ve sangrar a sus hijos y gira la cabeza con desprecio. Usted es joven, no tiene por qué estar triste, me dice, ¿o se le murió alguien? Suspiro y lo miro a los ojos. Acaba de morir mi tío, le digo. ¿Y qué hacía su tío, amigo mío? Era boxeador. Guillermo sonríe. Entonces no se preocupe, me dice, los hombres valientes, los que atacan a la vida de frente, tienen ganado el cielo a golpes.

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No me hables de familia ni me digas que la dictadura cortó nuestras vidas por la mitad porque el único que hizo eso fuiste tú y el partido y el egoísmo de los hombres que avanzan por la vida pisoteando todo, como rinocerontes ciegos. ¿Qué clase de hombre puede dejar dos niñas abandonadas y largarse, sin dar señales de vida? ¿Sabes a cuántas marchas fuimos? ¿Sabes cuántas veces nos dijeron “su padre fue un verdadero revolucionario” y nos colgábamos fotos tuyas, en blanco y negro, al pecho, y cantábamos en la calle, pidiendo nos mostraran tus restos? Incontables horas perdidas, aplanando calles, gritando en vano. No. No me hables de familia, como si ese concepto fuera algo que manejas. No sabes. No tienes idea. Sí, tengo una hija: Anette; y sí, tengo un marido: Antonio; pero ninguno de ellos forma parte de esto, ahora. Hace un año y medio, Anette fue a un viaje de paseo de curso, a la piscina. Ella era divertida, una niña sonriente, bromista. Les dijo a sus compañeros que ella sabía nadar, que había tomado clases, a pesar de que, claramente, no era cierto. Le dijeron que lo demostrara y se arrojó al agua. Tomó impulso, corrió hacia la piscina y tropezó justo antes de saltar, reventando su pequeña cabecita contra el borde y cayendo al agua, manchando de rojo la piscina, arruinando el paseo y dejándonos a Antonio y a mí llorando frente a un ataúd en miniatura. Una pareja que se enfrenta a algo así no espera salir adelante sin heridas. Te culpas de cosas que no hiciste. Palabras que no dijiste. Me he despertado pensando que tengo que ordenar su pieza porque viene en camino del colegio. Y para cuando me doy cuenta, estoy mudando las sábanas, a pesar que nadie ha dormido en esa pequeña cama en más de un año y medio. El departamento se siente tan vacío sin las risas torpes de una niña que está cambiando los dientes. Las peleas retumban con mayor fuerza cuando no hay pequeños cerca y, sin quererlo, dos adultos no son capaces de seguir juntos. Antonio se fue a los seis meses. Llevo un año sola, pensando cuándo se me va a quitar la negrura que tengo pegada aquí dentro, ¿y ahora tú vienes y me dices que no me imagino lo que se siente perder a la persona que amo y a mi hija? No, señor. Usted no tiene idea. Y le digo “señor” porque usted no es mi padre. Mi padre murió en una zanja en Pudahuel, arrastrándose, sangrando, herido de balas, huyendo del fuego enemigo. Lo mataron los militares. Lo encontraron y le dispararon en la cabeza y se lo llevaron y lo tiraron al mar. Lo torturaron en una casa abandonada pero él nunca dijo los nombres de sus compañeros. Murió sin gritar, porque nunca dejó que la dignidad se le escapara de los labios. Mi padre, mi verdadero padre, fue un hombre que luchó por la revolución de mi país. Murió tantas veces y de tantas formas que necesitó miles de cuerpos distintos, pero todos eran él. No sobrevivió, pero si acaso lo hubiese hecho, nos habría ido a buscar. Porque nos amaba. Porque por la mente de mi padre, de mi verdadero padre, lo último que apareció fue una imagen de nosotras junto a mi mamá, una imagen donde las tres estamos en el patio de la casa, ese patio de baldosas que en verano se calentaba tanto que debíamos tirarle agua para enfriarlo y terminábamos jugando a mojarnos con la manguera. Mi padre, antes de morir, cerró los ojos y nos recordó así, pequeñas, en aquella tarde de verano jugando en ese patio. La imagen de nosotras sonriendo se le quedó grabada debajo de los párpados. Mi padre, nuestro padre, nos llevó consigo porque no imaginaba un mundo sin nosotras. No sé quién es usted, pero tiene razón: algunas personas no tienen un corazón suficientemente grande para albergar a más gente. Yo soy así, también. En mi corazón tengo el recuerdo de una hija, el recuerdo de un padre y ahora guardo a mis hermanas. Tiene razón en sus palabras, señor, pues no tengo espacio para guardarlo a usted, sea quien sea.

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Nunca pensé que iba a llegar este momento. Debía ocurrir, claro, pero siempre lo vi como parte de un futuro lejano. Algo con lo que tendría que lidiar, eventualmente. Paro ahora que lo estoy viviendo, me doy cuenta que no estaba realmente preparado. Aunque también me pregunto cómo se prepara uno para enfrentar algo así. Me pregunté mucho qué debía decirles. Cómo contarles la historia. En Marzo del ochenta, el partido me dio la orden de desaparecer de Chile y largarme a Europa. Estaba bajo riesgo de muerte y la única forma de dejarlas a salvo a su madre y a ustedes era fingir mi muerte. Eso hicieron. Desaparecí. Me hicieron desaparecer. Me vine a Alemania y terminé en Berlín y tuve que aprender este idioma para seguir vivo. El muro todavía estaba arriba y pasarían nueve años hasta que lo desarmaran y se uniera el país. Durante ese tiempo intenté comunicarme con su madre, pero fue imposible. Hice mis mejores esfuerzos, pero luego de cinco años, fue el momento de comenzar de cero. O de intentarlo, por lo menos. Hice lo mejor que pude para armar otra vida acá. Así conocí a Silke. Una chica de buena familia, con dinero. Tenía una bonita sonrisa y una vida aburrida. Yo, exiliado en anonimato y con nueva identidad, era un sujeto misterioso. Mi vida era una interrogante, y me dediqué a cultivar esa faceta con ella. Traté de ser interesante por todo el tiempo que me fue posible. Cuando nos casamos, sus padres nos regalaron este departamento y vivimos aquí durante años. Silke no quería tener hijos y eso me pareció bien. El tiempo avanzó con la calma del clima y ella murió el dos mil cuatro, de un ataque al corazón. Fue triste y lloré y sentí un pequeño duelo, pero para ese tiempo ya no estaba el cariño que nos había unido en un comienzo y a esas alturas casi no cruzábamos palabras. Durante los casi veinte años que estuvimos juntos, no pasó un solo día en que no pensara en la mujer que había dejado en Chile. Y cuando Silke ya no estuvo más, cuando la soledad y la vejez y el arrepentimiento de haberme ido golpeó con toda la fuerza de la distancia que brinda el tiempo, decidí volver a Chile. Tenía que encontrarla. Crucé el Atlántico para buscarla. Ella me vio y fue como si se rompiera una pausa que en un momento parecía interminable. El motivo por el cual están las tres aquí es porque su madre y yo conversamos largamente sobre esto y sabíamos que nuestras acciones habían cortado sus familias en dos. Dejamos a nuestras dos hijas abandonadas y luego yo fui el responsable de separar a tu familia, Bárbara, pero no lo sabía. Cuando viajé a verla, no sabía que sucedería todo esto. De todos modos, no voy a mentir. Aún si hubiese sabido las consecuencias, lo habría hecho de todos modos. Porque hay sentimientos irrefrenables. Su madre y yo nos amamos. De manera tan intensa y durante tanto tiempo, que parecía ser algo infinito. Pero las cosas infinitas pueden ser también inmensamente pequeñas, y en esta historia de amor, no cabía nadie más. Somos dos enamorados, no una familia entera. Cuando volví a buscarla, nunca le propuse decirles la verdad a ustedes. Ella tampoco me lo sugirió. Ambos sabíamos que las niñas que habíamos tenido, aquella la familia que habíamos formado y que la dictadura nos cortó por la mitad, ya no existía, así que no íbamos a tratar de recuperar eso. Tú sabes de familia, Florencia. Tienes una familia, ¿no? Sé que vives acá. No te imaginas lo difícil que es perder al amor de tu vida y tus hijas, sin poder hacer nada al respecto.

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El médico dice que es normal, que es el resultado de los años de abuso y de los golpes y del alcoholismo y de una vida mal llevada a cabo. El médico me explica que el cuerpo se rinde, que es un proceso natural, que esto que nos soporta en el mundo, no dura para siempre. Es igual que una máquina. Él médico no lo sabe pero yo creo que se trata de algo más. Creo que es la soledad la que nos hace volcarnos a la negrura. No hablábamos hace tiempo, pero recuerdo nuestras conversaciones. Siento un nudo adentro. Es tan absurdo. Yo y mis pequeños dramas. Tengo problemas con mi novia, pero ahora estoy contigo y te veo en este estado donde no pareces estar vivo aunque la máquina que suena a tu lado así me lo hace saber, y al verte así pienso que mis problemas son tan ínfimos. Minúsculos. Prácticamente invisibles. Y se me forma un nudo adentro, tío, porque siento pena pero cada vez que lo comparo con los problemas de otros, o cambio la escala, me siento idiota. Malagradecido. Pienso, quizás debería dejar de quejarme. Pienso, no sé, verdaderamente, lo que es sufrir en esta vida. Y pienso, ¿quién decide cuánto sufres a lo largo de tu vida? Cuando digo que no creo en un dios, me responden que cuando esté al borde de la muerte, voy a creer. Y me pregunto si tú crees, ahora. Si estás pensando en eso mientras te hablo. Si antes de partir le perdonarás todos los abusos a aquel ser enorme, que pensó que lo mejor para ti era sufrir de forma desproporcionada. El médico dice que no sientes. El médico dice que es cosa de esperar, que quizás podamos ver una mejoría. Pero yo sé que lo dice porque es su trabajo. Nadie puede ganar todo el tiempo. Sobrevivir es una proeza más parecida a la suerte que a la voluntad, y ninguno de nosotros es un hombre que se pueda jactar de tener la buena fortuna de su lado. La suerte no puede trabajarse. Es algo que está con nosotros o no. Se escapa de nuestras fuerzas, no conoce nuestra voluntad ni tampoco le interesa. ¿Dónde escuché todo esto, antes? Lloro, pero no quiero que te des cuenta. La extraño y te extraño y es tan extraño. Todo esto. Estos días que has pasado conectado a la máquina. Tus amigos boxeadores esperan en el pasillo y dejan flores al borde de tu cama, como si fueses una figurita sagrada de yeso. Una estatua, una copia impasible de quien solías ser. Tu rival llegó triste, porque sus manos se mancharon de sangre. Es la suerte, tío. O la falta de ella. Se trata de sobreponerse. Es eso. El triste juego de los hombres que pierden.

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Cuando tenía veinticinco, un amigo consiguió un par de dosis de DMT, para que fumáramos. Me dijo es la última droga. Me dijo es lo que libera tu cerebro cuando te estás muriendo. La fumamos en una pipa pequeña y me pegó como no pensé que fuera posible. De un momento a otro, en vez de estar en el living de mi amigo, mis ojos olvidaron dónde se encontraba mi cuerpo y pudieron ver todas las conciencias del mundo. Mis palabras. Mis ideas. Todo lo que decía, pensaba y sentía. Todo era materia y, a su vez, algo espiritual. Eran conceptos claros, visibles. Pensamientos hechos objeto. Y podía ver toda esta información a la que estábamos expuestos. La fumamos en mi departamento y en un momento en que volví a la realidad, miré hacia la televisión. Era una masa de palabras e información, al igual que los libros y mi teléfono y mi amigo quien me observaba y me cuidaba mientras sentía que, por unos momentos, entendí de qué se trataba todo esto. Esto de estar vivos y correr contra el mundo y tratar de ganarle a algo que no vemos en esta enorme carrera en la cual no nos preguntaron si queríamos participar. Había luces y colores y el mundo era un lugar mágico y triste, porque éramos inconscientes y autómatas y no sabíamos cómo formarnos un alma. Vi un halcón que me dijo que debía formar voluntad o me comería la luna. Por algún motivo inexplicable, sentí que eso era lo más cierto que había escuchado en toda mi vida y le dije que estaría listo cuando llegara el momento. El efecto comenzó a diluirse con los minutos y finalmente la realidad volvió a imponerse. Le dije a mi amigo: si esto es morirse, no le temo a la muerte. Conversamos toda la noche sobre el tema, si acaso el cerebro había desarrollado, evolutivamente, un proceso para hacer del momento final, algo menos doloroso. Una experiencia placentera. Y pensamos qué habría pasado, entonces, con las primeras criaturas, aquellas que no producían DMT al momento de morir. ¿A qué se enfrentaban? ¿Cómo era el oscuro final que veían antes de olvidarse de si mismas? Ese pensamiento me conmovió profundamente. Cuando me fui a dormir esa noche cerré los ojos y no pude evitar sentir miedo a la oscuridad. Miedo a morirme y ser una de aquellas criaturas antiguas, que no ven colores ni tienen epifanías ni comprenden el sentido de la vida cuando es demasiado tarde. Me abrazó un terror escalofriante de imaginar qué ocurriría si yo fuese una criatura intermedia, un paso previo a lo que somos. Nacido y muerto en los procesos cambiantes de la gran escala. Ahora, en la oscuridad, recuerdo esto y pienso en mis perros, mis amigos de cuando era niño. Pienso en el Pelícano, que nunca se recuperó de la muerte de su amigo. Y pienso en el Astro, que nunca se defendió, porque no sabía pelear, y murió preguntándose en qué le había fallado a la vida. Yo empecé a boxear para que la muerte no me encontrara jugando, cavando agujeros y corriendo con mis amigos. Empecé a boxear para que la muerte me encontrara de pie. Sin miedo. Ahora estoy en una oscuridad inexplicable, y sé que no estoy muerto porque no hay colores. No estoy descubriendo mi vida ni los secretos del universo. Sin embargo, también puede ser que mi mayor miedo sea verdad y mi cerebro no realice un show pirotécnico antes de apagarse. No haya un espectáculo maravilloso. Quizás tenía algo preparado, pero me lo gasté a los veinticinco años. Lo experimenté antes de tiempo y ahora sólo me depara una interminable oscuridad. Y puede ser que mi cuerpo, ahora, se rinda sin más, dejando que el negro se convierta en lo único permanente. En algún momento, no seré más que oscuridad. Profunda negrura. El miedo al vacío. Camila, ¿dónde estás? Me aterraba el pensar que, al final, quizás no valía la pena pensar tu nombre si no estuviste cuando te necesité. Sin embargo, ahora te llamo con locura, aún si no importa, pues aunque estuvieras a mi lado, no tengo cómo saberlo. En este momento, da igual. No me importa si estás o no. Yo te necesito. Y puedo imaginarte, aquí. A mi lado. Es suficiente. Aún si no es cierto. Te veo. Es suficiente.

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Nos bajamos del metro y caminamos hasta Max-Beer-Straße. En el primer edificio, nos acercamos a los timbre y ahí estaba. El mismo apellido de Camila y mío. Toco el timbre y el tiempo parece durar una eternidad. Camila me pregunta qué hacemos si no está en el departamento. Le digo que tiene que estar. Bárbara observa el cielo. Las nubes son diferentes aquí, le digo. Asiente, como si estuviésemos hablando de alguna especie de verdad muy profunda. Entonces, escuchamos una voz por el comunicador. Nos dice, simplemente, “suban”. Al escucharla, es como oír a un fantasma. Es él. Camila me mira, nerviosa. Ella prácticamente no lo recuerda. Era demasiado pequeña. Yo apenas tengo memorias de ese tiempo, pero su voz está guardada en algún pliegue de mi corazón. Subimos las escaleras y Bárbara va al final, dándonos espacio no sé si por respeto o porque no sabe bien qué se supone deberíamos hacer. Subimos tres pisos y la puerta está abierta. Por algún motivo, tenía la esperanza que se encontraría en el marco de la puerta, esperándonos, sonriendo, diciéndonos ya se terminó. Diciéndonos nunca me fui, verdaderamente. La muerte es temporal. Una ilusión que nos fabricamos para convertir la vida en destino. Pero la puerta está abierta y se escucha un televisor encendido desde adentro. Empujo la puerta y lo veo, sentado en el living, al final del pasillo. Entramos, nos sacamos los zapatos y realizamos un peregrinaje por el departamento, atravesando paredes con cuadros de gente que nunca hemos visto, una pieza desordenada con una cama deshecha, un baño con el espejo empañado y, finalmente, la sala de estar. Mi papá. Nuestro papá. Está sentado en el sillón. Hay tres sillas más, frente a él. Asumo que sabe perfectamente a qué vinimos. Nos sentamos en silencio. Nadie dice “hola”. Nadie pregunta. Nos miramos con la desconfianza de los animales que pertenecen a distintas manadas. No sé quién es él. Se parece a mi padre, pero mi padre lleva tantos años muerto que no logro imaginarlo de otra manera. Apenas lo reconozco, bajo el peso del avance del tiempo. Tiene canas y arrugas y no sonríe como en las fotos que conozco de él, fotografías que me inventaron un padre alegre. Un hombre distinto al anciano silencioso, cabizbajo, que se encuentra delante de nosotras. Nos miramos con extrañeza, reconociéndonos, durante un par de minutos que parecen durar años y finalmente, dice: “Tenía muchas ganas de verlas”. Es su voz. Tal como la recuerdo. No puedo ponerme a llorar, no ahora.

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¿Aló? ¿Qué pasó? Papá, habla lento. No te entiendo nada. ¿Qué le pasó al tío Franco? ¿Cómo? ¿Desde cuándo que está peleando de nuevo? ¿Tú sabías? ¿Cómo no? ¿Qué clase de familia somos? No, lo pregunto en serio. ¿Qué clase de familia somos que no tenemos idea si uno de nosotros se está reventando el cuerpo? Sí, tienes razón. No vale la pena discutirlo ahora. Voy para allá. Te llamo cuando esté ahí. Voy saliendo. Te dejo.

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Miro por la ventana, pero en realidad no lo hago. Me muestro distraída pero no lo estoy. Me veo tranquila pero pienso en Carlos y en mis nuevas hermanas y todo lo que llega sin pedirlo. Parece una ficción, una película, un invento. Algo que no pertenece al mundo cotidiano y su regularidad. Tomar un avión, viajar al otro lado del Atlántico y conocer a estas mujeres que me hablan de mi madre. Me pregunto cómo fue mi madre con ellas. Si les habrá entregado amor. Si era cariñosa como no lo era conmigo. Cuando nos abandonó, de un día para otro, quise pensar que no tenía corazón, que lo hizo porque no existía en ella la capacidad de sentir emociones por alguien que no fuese ella misma. Camila me cuenta lo que su madre les dijo en una cinta. Me habla de su padre, que está vivo, que mi mamá nos dejó para volver con él, para venirse a Alemania. Y no puedo evitar pensar que ahora las tres tenemos familias a medio armar, mezcladas a pesar de nosotras. Me imagino a mi madre armando su maleta, dejándonos a mí y a mi papá tirados como un mal recuerdo, un error disfrazado de familia. ¿A quién le importan esas dos víctimas, después de todo? Ella dejó a sus espaldas una niña que lloraba por las noches y un adulto destrozado. Pero en la gran escala, comparado con todas las víctimas del mundo, ¿qué importan dos personas más o menos? Somos ínfimos. Y ahora, nosotras, tres pedacitos de una historia sin amor, vamos a buscar las sobras, los restos de la piel mudada. Animales de carroña del afecto. Comemos los restos y herimos al resto, porque las sobras se defienden con la vida. Son todo cuanto nos queda. Miro por la ventana y pienso en Carlos y en cómo es lo único que no me ha hecho daño. Me muestro distraída pero no lo estoy. Miro la ciudad baja. Los edificios pequeños. Los grandes espacios abiertos. Berlín me saluda desde el paisaje que se mueve del otro lado de la ventana del bus y yo lo saludo de vuelta, con cierto miedo, porque no estoy acostumbrada a los afectos, y porque todos saben que una ciudad bombardeada tiene el corazón hecho pedazos.