Capítulos anteriores

92

No me hables de familia ni me digas que la dictadura cortó nuestras vidas por la mitad porque el único que hizo eso fuiste tú y el partido y el egoísmo de los hombres que avanzan por la vida pisoteando todo, como rinocerontes ciegos. ¿Qué clase de hombre puede dejar dos niñas abandonadas y largarse, sin dar señales de vida? ¿Sabes a cuántas marchas fuimos? ¿Sabes cuántas veces nos dijeron “su padre fue un verdadero revolucionario” y nos colgábamos fotos tuyas, en blanco y negro, al pecho, y cantábamos en la calle, pidiendo nos mostraran tus restos? Incontables horas perdidas, aplanando calles, gritando en vano. No. No me hables de familia, como si ese concepto fuera algo que manejas. No sabes. No tienes idea. Sí, tengo una hija: Anette; y sí, tengo un marido: Antonio; pero ninguno de ellos forma parte de esto, ahora. Hace un año y medio, Anette fue a un viaje de paseo de curso, a la piscina. Ella era divertida, una niña sonriente, bromista. Les dijo a sus compañeros que ella sabía nadar, que había tomado clases, a pesar de que, claramente, no era cierto. Le dijeron que lo demostrara y se arrojó al agua. Tomó impulso, corrió hacia la piscina y tropezó justo antes de saltar, reventando su pequeña cabecita contra el borde y cayendo al agua, manchando de rojo la piscina, arruinando el paseo y dejándonos a Antonio y a mí llorando frente a un ataúd en miniatura. Una pareja que se enfrenta a algo así no espera salir adelante sin heridas. Te culpas de cosas que no hiciste. Palabras que no dijiste. Me he despertado pensando que tengo que ordenar su pieza porque viene en camino del colegio. Y para cuando me doy cuenta, estoy mudando las sábanas, a pesar que nadie ha dormido en esa pequeña cama en más de un año y medio. El departamento se siente tan vacío sin las risas torpes de una niña que está cambiando los dientes. Las peleas retumban con mayor fuerza cuando no hay pequeños cerca y, sin quererlo, dos adultos no son capaces de seguir juntos. Antonio se fue a los seis meses. Llevo un año sola, pensando cuándo se me va a quitar la negrura que tengo pegada aquí dentro, ¿y ahora tú vienes y me dices que no me imagino lo que se siente perder a la persona que amo y a mi hija? No, señor. Usted no tiene idea. Y le digo “señor” porque usted no es mi padre. Mi padre murió en una zanja en Pudahuel, arrastrándose, sangrando, herido de balas, huyendo del fuego enemigo. Lo mataron los militares. Lo encontraron y le dispararon en la cabeza y se lo llevaron y lo tiraron al mar. Lo torturaron en una casa abandonada pero él nunca dijo los nombres de sus compañeros. Murió sin gritar, porque nunca dejó que la dignidad se le escapara de los labios. Mi padre, mi verdadero padre, fue un hombre que luchó por la revolución de mi país. Murió tantas veces y de tantas formas que necesitó miles de cuerpos distintos, pero todos eran él. No sobrevivió, pero si acaso lo hubiese hecho, nos habría ido a buscar. Porque nos amaba. Porque por la mente de mi padre, de mi verdadero padre, lo último que apareció fue una imagen de nosotras junto a mi mamá, una imagen donde las tres estamos en el patio de la casa, ese patio de baldosas que en verano se calentaba tanto que debíamos tirarle agua para enfriarlo y terminábamos jugando a mojarnos con la manguera. Mi padre, antes de morir, cerró los ojos y nos recordó así, pequeñas, en aquella tarde de verano jugando en ese patio. La imagen de nosotras sonriendo se le quedó grabada debajo de los párpados. Mi padre, nuestro padre, nos llevó consigo porque no imaginaba un mundo sin nosotras. No sé quién es usted, pero tiene razón: algunas personas no tienen un corazón suficientemente grande para albergar a más gente. Yo soy así, también. En mi corazón tengo el recuerdo de una hija, el recuerdo de un padre y ahora guardo a mis hermanas. Tiene razón en sus palabras, señor, pues no tengo espacio para guardarlo a usted, sea quien sea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario