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Voy saliendo del hospital. Afuera, un señor de unos setenta años está pidiendo dinero. Me sonríe y trato de sonreírle de vuelta pero no lo logro. Me siento a su lado. Me pregunta qué me pasa. Me dice que soy muy joven para estar triste. Me dice que él se llama Guillermo, que era profesor de filosofía. Yo daba la cátedra de fenomenología en la Universidad de Chile, me dice. Me mujer y yo vivíamos en un departamento en Providencia. Salíamos a bailar y nos gustaban las películas en blanco y negro. Un día estábamos cruzando la calle Lyon, camino al supermercado, cuando un auto atropelló a mi mujer. La vi dar vueltas, enganchada en la rueda delantera, me dice. El sujeto intentó darse a la fuga, pero justo tocó un semáforo en rojo y la gente se puso delante del vehículo y lo impidieron. Elsa, mi mujer, estuvo tres meses en el hospital, inconsciente. Yo la fui a ver todos los días. Dormía a su lado. Hablaba con los médicos. Compraba el diario en la mañana y se lo leía casi entero, salvo la sección de deportes, porque odiaba el fútbol. Le pedí a la universidad que me dieran vacaciones, les expliqué mi situación. Me las negaron. Renuncié. Y así, para sumar desgracias, a pesar de los esfuerzos médicos y mis esperanzas, Elsa murió un viernes santo. Comenzó mi desesperación ante la vida. Lloré de rabia porque existía la muerte y porque le había tocado a ella y porque yo seguía vivo. Las partidas dejan un vacío ontológico, ¿verdad? Luego, el enfrentamiento a los problemas del hombre mundano: llegó la cuenta del hospital y el sujeto del vehículo dijo que él no tenía la culpa, así que comenzamos un juicio. Dos homo economis, enfrentados en la blanda moral semántica de las leyes. Dígame, amigo, ¿qué puede hacer un sujeto común y corriente contra un tipo con dinero, cuya familia tiene una oficina de abogados? Casi tres años de juicio y me quedé sin nada. Tuve que vender el departamento en Providencia para pagar las cuentas del hospital y los gastos del juicio. Y ahora, aquí me ves. Esto es lo que queda de una vida arrasada por la competición de los cobardes. Por las leyes de los hombres sin ética. Yo no nací indigente. A mí me arrojó a la calle la mala suerte y la falsa moral. La ausencia de cariño de un país que ve sangrar a sus hijos y gira la cabeza con desprecio. Usted es joven, no tiene por qué estar triste, me dice, ¿o se le murió alguien? Suspiro y lo miro a los ojos. Acaba de morir mi tío, le digo. ¿Y qué hacía su tío, amigo mío? Era boxeador. Guillermo sonríe. Entonces no se preocupe, me dice, los hombres valientes, los que atacan a la vida de frente, tienen ganado el cielo a golpes.

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