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Salimos del departamento y las miro. No sé qué decir. Tengo en mis manos la caja de mi madre, y descendemos las escaleras a una velocidad en que los pies parecieran ser capaces de echar raíces por los peldaños. Ya en la calle, y bajo la mirada de la nubes que cruzan el cielo a toda velocidad, nos quedamos quietas y en silencio. Pienso en mi padre, en Santiago, que jamás se recuperó de perder a nuestra madre, y pude ver en este hombre que acabo de conocer, esos mismos ojos. La mirada de alguien solo, esperando se acabe el tiempo. El hogar desordenado. El encierro. Esa manera de extrañar que tienen los adultos. ¿Y yo? Tengo la caja en mis manos y pienso que, quizás, heredé de mi madre algo más que sus rasgos y algunos gestos. Pienso en Carlos e imagino el dolor que le he causado. Bombardeé el territorio de quien me interesaba. Arrojé químicos incendiarios y reduje a cenizas sus afectos. Cuando nos despedimos, no me lo dijo, pero sé en qué estaba pensando. Si acaso volvería a pasar lo mismo, acá, lejos de él. Si cuando sus ojos se giran hacia otro lado, la historia ocurrirá repetidas veces. Si acaso cuando se va la vigilancia, me pierdo, mezclada, con los cuerpos de desconocidos. Mi madre fue capaz de dejar a sus espaldas a dos hombres esperando la muerte, a tres hijas sin cariño, y las parejas de esas niñas viven sus afectos con la misma incertidumbre que ellas. ¿Cómo podríamos ser capaces de hablar de amor, de cariño, si nadie nos enseño a hacerlo? Yo fui la más afortunada. Al menos tengo recuerdos de algo parecido al cariño. Pero cuando una madre desaparece así, los recuerdos acaban pareciéndose a los sueños y se vuelven vaporosos. Débiles. Terminan siendo como las palabras que repetimos demasiadas veces, hasta que dejan de ser palabras y se convierten en ideas, sin forma. Conceptos hechos nubes. Nubes que no vuelven a la tierra. Mi madre, nuestra madre, mira desde aquella nube hacia abajo. Se ha transformado en una palabra repetida hasta dejar de ser ella misma. Nuestra madrenube está hecha de vapor y viaja sobre nuestras cabezas, distante, como solía serlo. Camila comienza a caminar, decidida. Dice: aunque no conozco la ciudad, sé a dónde debemos ir. Florencia y yo nos miramos, extrañadas, y la seguimos. Cruzamos calles. Atravesamos semáforos. Doblamos en esquinas y llevamos nuestras cajas en la mano. No quiero abrirla. No me atrevo. La contengo en mis manos y me aferro a ella con locura.

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