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Nos bajamos del metro y caminamos hasta Max-Beer-Straße. En el primer edificio, nos acercamos a los timbre y ahí estaba. El mismo apellido de Camila y mío. Toco el timbre y el tiempo parece durar una eternidad. Camila me pregunta qué hacemos si no está en el departamento. Le digo que tiene que estar. Bárbara observa el cielo. Las nubes son diferentes aquí, le digo. Asiente, como si estuviésemos hablando de alguna especie de verdad muy profunda. Entonces, escuchamos una voz por el comunicador. Nos dice, simplemente, “suban”. Al escucharla, es como oír a un fantasma. Es él. Camila me mira, nerviosa. Ella prácticamente no lo recuerda. Era demasiado pequeña. Yo apenas tengo memorias de ese tiempo, pero su voz está guardada en algún pliegue de mi corazón. Subimos las escaleras y Bárbara va al final, dándonos espacio no sé si por respeto o porque no sabe bien qué se supone deberíamos hacer. Subimos tres pisos y la puerta está abierta. Por algún motivo, tenía la esperanza que se encontraría en el marco de la puerta, esperándonos, sonriendo, diciéndonos ya se terminó. Diciéndonos nunca me fui, verdaderamente. La muerte es temporal. Una ilusión que nos fabricamos para convertir la vida en destino. Pero la puerta está abierta y se escucha un televisor encendido desde adentro. Empujo la puerta y lo veo, sentado en el living, al final del pasillo. Entramos, nos sacamos los zapatos y realizamos un peregrinaje por el departamento, atravesando paredes con cuadros de gente que nunca hemos visto, una pieza desordenada con una cama deshecha, un baño con el espejo empañado y, finalmente, la sala de estar. Mi papá. Nuestro papá. Está sentado en el sillón. Hay tres sillas más, frente a él. Asumo que sabe perfectamente a qué vinimos. Nos sentamos en silencio. Nadie dice “hola”. Nadie pregunta. Nos miramos con la desconfianza de los animales que pertenecen a distintas manadas. No sé quién es él. Se parece a mi padre, pero mi padre lleva tantos años muerto que no logro imaginarlo de otra manera. Apenas lo reconozco, bajo el peso del avance del tiempo. Tiene canas y arrugas y no sonríe como en las fotos que conozco de él, fotografías que me inventaron un padre alegre. Un hombre distinto al anciano silencioso, cabizbajo, que se encuentra delante de nosotras. Nos miramos con extrañeza, reconociéndonos, durante un par de minutos que parecen durar años y finalmente, dice: “Tenía muchas ganas de verlas”. Es su voz. Tal como la recuerdo. No puedo ponerme a llorar, no ahora.

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