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Cuando tenía veinticinco, un amigo consiguió un par de dosis de DMT, para que fumáramos. Me dijo es la última droga. Me dijo es lo que libera tu cerebro cuando te estás muriendo. La fumamos en una pipa pequeña y me pegó como no pensé que fuera posible. De un momento a otro, en vez de estar en el living de mi amigo, mis ojos olvidaron dónde se encontraba mi cuerpo y pudieron ver todas las conciencias del mundo. Mis palabras. Mis ideas. Todo lo que decía, pensaba y sentía. Todo era materia y, a su vez, algo espiritual. Eran conceptos claros, visibles. Pensamientos hechos objeto. Y podía ver toda esta información a la que estábamos expuestos. La fumamos en mi departamento y en un momento en que volví a la realidad, miré hacia la televisión. Era una masa de palabras e información, al igual que los libros y mi teléfono y mi amigo quien me observaba y me cuidaba mientras sentía que, por unos momentos, entendí de qué se trataba todo esto. Esto de estar vivos y correr contra el mundo y tratar de ganarle a algo que no vemos en esta enorme carrera en la cual no nos preguntaron si queríamos participar. Había luces y colores y el mundo era un lugar mágico y triste, porque éramos inconscientes y autómatas y no sabíamos cómo formarnos un alma. Vi un halcón que me dijo que debía formar voluntad o me comería la luna. Por algún motivo inexplicable, sentí que eso era lo más cierto que había escuchado en toda mi vida y le dije que estaría listo cuando llegara el momento. El efecto comenzó a diluirse con los minutos y finalmente la realidad volvió a imponerse. Le dije a mi amigo: si esto es morirse, no le temo a la muerte. Conversamos toda la noche sobre el tema, si acaso el cerebro había desarrollado, evolutivamente, un proceso para hacer del momento final, algo menos doloroso. Una experiencia placentera. Y pensamos qué habría pasado, entonces, con las primeras criaturas, aquellas que no producían DMT al momento de morir. ¿A qué se enfrentaban? ¿Cómo era el oscuro final que veían antes de olvidarse de si mismas? Ese pensamiento me conmovió profundamente. Cuando me fui a dormir esa noche cerré los ojos y no pude evitar sentir miedo a la oscuridad. Miedo a morirme y ser una de aquellas criaturas antiguas, que no ven colores ni tienen epifanías ni comprenden el sentido de la vida cuando es demasiado tarde. Me abrazó un terror escalofriante de imaginar qué ocurriría si yo fuese una criatura intermedia, un paso previo a lo que somos. Nacido y muerto en los procesos cambiantes de la gran escala. Ahora, en la oscuridad, recuerdo esto y pienso en mis perros, mis amigos de cuando era niño. Pienso en el Pelícano, que nunca se recuperó de la muerte de su amigo. Y pienso en el Astro, que nunca se defendió, porque no sabía pelear, y murió preguntándose en qué le había fallado a la vida. Yo empecé a boxear para que la muerte no me encontrara jugando, cavando agujeros y corriendo con mis amigos. Empecé a boxear para que la muerte me encontrara de pie. Sin miedo. Ahora estoy en una oscuridad inexplicable, y sé que no estoy muerto porque no hay colores. No estoy descubriendo mi vida ni los secretos del universo. Sin embargo, también puede ser que mi mayor miedo sea verdad y mi cerebro no realice un show pirotécnico antes de apagarse. No haya un espectáculo maravilloso. Quizás tenía algo preparado, pero me lo gasté a los veinticinco años. Lo experimenté antes de tiempo y ahora sólo me depara una interminable oscuridad. Y puede ser que mi cuerpo, ahora, se rinda sin más, dejando que el negro se convierta en lo único permanente. En algún momento, no seré más que oscuridad. Profunda negrura. El miedo al vacío. Camila, ¿dónde estás? Me aterraba el pensar que, al final, quizás no valía la pena pensar tu nombre si no estuviste cuando te necesité. Sin embargo, ahora te llamo con locura, aún si no importa, pues aunque estuvieras a mi lado, no tengo cómo saberlo. En este momento, da igual. No me importa si estás o no. Yo te necesito. Y puedo imaginarte, aquí. A mi lado. Es suficiente. Aún si no es cierto. Te veo. Es suficiente.

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