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La bóveda azul que pende sobre nuestras cabezas. Colosales masas de agua desgajándose en el cielo, avanzando a velocidades imposibles. Cerros que detienen el camino. El sol que se oculta tras las cimas. Del otro lado, un océano y una cordillera y un Santiago gris, triste, que olvida nuestros nombres porque está enfermo de la memoria. Sobre nosotros, los aviones que escapan, despidiéndose de Berlín, divertidos, rebosantes de pasajeros que volverán a su ritmo habitual. Para ellos, termina el viaje, la fantasía de vivir una vida ajena. Regresan a su tierra pensando ésta es mi patria. Pensando aquí es donde pertenezco. Aquí sé dónde pisar y cómo debo guardar silencio. Se alejan, y los observo sin poder ocultar una sonrisa. Pienso, la patria es un espejo. Pienso, nos vemos, nos sentimos cómodos, seguros. Pienso, los pasajeros que hacen sangrar el cielo llegarán a su tierra y se verán reflejados en la gente que cruza su camino diciendo, una vez más, estoy entre los míos. Y serán capaces de reconocerse y descifrar el idioma a la perfección. Y cantarán las canciones antiguas y bailarán las danzas clásicas y contarán los chistes de siempre y sabrán todas las historias. Y las personas que conocerán no serán, a su vez, más que sus propios reflejos, repeticiones de sus costumbres, su propia vida puesta en otro cuerpo, en otra biografía de similares características, con amigos parecidos. Familias semejantes. La patria no son más que repeticiones de una misma familia. Y la familia no es sino un espejo. Y para quienes no tenemos superficies sobre las cuales reflejarnos, sólo nos cabe dedicarnos a ver, con curiosidad, a todos aquellos que no imaginan su vida sin verse replicados en otros. Dicen, ésta soy yo. Dicen, esto es parte de mí. Y ríen y beben y olvidan y se vuelven amigos mientras disfrutan viendo sus propias imágenes colisionando, reflejándose en un pasillo infinito de espejos enfrentados. Yo existo porque me veo en ti, dicen en secreto, desesperados ante el vacío, y tú existes porque estoy contigo. Somos dependientes porque los espejos no son capaces de mirarse a si mismos. Nos necesitamos para entender de qué estamos hechos, se dicen unos a otros. Y cuando se observan, aparece aquella tierra imaginaria, ese túnel infinito y gris. El avión lleno de espejos viaja para encontrarse con otros espejos que los esperan del otro lado, más allá de las cordillera, espejos que les dirán eres de los nuestros. Los acogerán como uno más. Y quienes permanecemos, quienes no tenemos superficies sobre las cuales mirarnos, casi hemos olvidado aquella sensación. Así que me limito a mirar el cielo, buscando el avión de mi hermana por última vez. Observo cómo cruzan las nubes, dejando cicatrices de vapor. Marcas que desaparecen. Las heridas del cielo sanan demasiado pronto. Bárbara me pregunta si acaso deberíamos irnos y asiento con la cabeza. Comenzamos a caminar. Nos subimos al bus. Me siento al lado del ventanal y observo hacia afuera. El tiempo avanza distinto cuando existe compañía. Las nubes grises. La gente abrigada. Hace frío. Va a llegar el invierno. La nieve convertirá la ciudad en una tela en blanco. Volveremos a empezar.
Nuevos.
Limpios.
Infinitos.

2 comentarios:

  1. sencillamente y eternamente recordare esta novela como una de las mejores que jamas eh leído. sigue así por favor

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  2. La acabo de terminar y me encantó, de principio a fin. Entrañable.

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