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Tengo puestos lentes oscuros. Mis ojos están hinchados. Anoche intenté dormir, pero me dediqué a llorar y mirar por la ventana. No pude quitarme de encima las imágenes de quienes ya no existen. Franco. Mi padre. Yo misma. La Camila que llegó es diferente de la que ahora tomará el avión. Abrazo a mis hermanas y les digo que fue un gusto y pienso que es lo más honesto que he dicho en un buen tiempo. Tengo puestos unos lentes oscuros, que es la manera en que los testigos, temerosos, observan sin comprometerse demasiado. Los aviones rugen sobre nosotros y es hora de irme de vuelta a mis clases y mis niños del liceo y a despedirme de Franco, que nunca disfruté de verlo pelear. Siempre le decía, tengo miedo que un día termine sucediendo algo que lamentes. Quizás la única que lo lamenta, en realidad, soy yo, porque ahora observo desde la orilla, incapaz de aceptar la partida de los barcos y sólo me queda mirar sus formas desaparecer en la curvatura de la tierra. Abrazo a mis hermanas y siento que estamos intentando dejar de repetir algo. Somos espejos, quiero decirles. Tres soledades. En una hora más, estaré cruzando el cielo, atravesando el mundo, de regreso a mi Santiago. A esa ciudad de corazón sucio, sobrepoblada. Tierra de policías violentos, de pueblos enteros arrasados por la minería. Tierra de enormes edificios, monumentos a los millonarios. Tierra de ladrones profesionales, crímenes a gran escala, muertos olvidados en el tiempo. En ese país habita el espíritu de mi padre y el recuerdo de mi novio y los niños que me preguntarán cómo estuvieron mis vacaciones. Y les pediré que dibujen las suyas y me mostrarán imágenes pintadas con sus manos torpes. Figuras que representan a sus padres, hermanos y familia. Personajes sonriendo, tomados de la mano. Soles amarillos que brillan con locura. Nubes sonrientes, que viajan cruzando un cielo celeste, rabioso. Ninguno de ellos dibujará la nube de smog que corona la ciudad. Nadie dibujará los ancianos muriendo en los consultorios, los niños apuñalándose por pasta base en la periferia de la capital. Sólo existirán sus familias sonrientes, perfectas, inmunes a las injusticias del mundo que habitan. Quisiera pedirles que dibujen mis vacaciones. Que tomen un papel enorme, del tamaño del mundo, y pinten mi viaje en tren. El perrito que me amó por un instante. La señora Grösse, extrañando a su marido. La soledad del hogar abandonado. El olor de mi madre al interior de esa casa. El camionero y sus hermanos, reunidos al fin, abrazados en una playa del otro lado del océano. Franco, knockeando a su adversario, sonriendo, ganando la última pelea y diciéndome que no había motivos para tener miedo, que si avanzamos mirando de frente, el resto no importa. Desearía que los niños dibujaran a mi padre verdadero, sonriente, abrazando a sus niñas con amor infinito. Vidas eternas en dibujos pequeños pintados con manos igualmente diminutas. Las diversas escalas del cariño. Entonces, me saco los lentes oscuros, les sonrío por última vez y me giro, caminando con mi maleta hacia el interior del aeropuerto. Detrás mío, los restos de una familia. Amores imposibles. Espejos caprichosos, egoístas, que gastaron todo su tiempo observándose a si mismos. Borrachos de placer, incapaces de darse cuenta de cuántos milagros germinaban a su lado. Delante mío, el regreso. Santiago. La vida formada y la que debo reformular. Los viajes que terminan y los que comienzan. Las pocas palabras que tenemos para describir la soledad.

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