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Miro a Florencia, quien está comprando una bebida en la máquina dispensadora. En mis manos, un cartel que dice “Bárbara”. ¿Tampoco la has visto antes?, le pregunto cuando llega a mi lado y niega con la cabeza mientras abre la lata y vuelvo a mirar el cartel como si su nombre fuese lo mismo que una fotografía codificada. Tengo demasiadas las preguntas. ¿Qué enfrentaremos al verla en persona? ¿Será parecida a nosotras? ¿Tendrá algo de la mamá? Me río de mí misma, porque son preguntas infantiles y no debería importarme si es igual a nosotras o no se parece en absoluto. Es nuestra hermana, pienso. Pero no sé qué es una hermana ni para qué podría querer otra en mi vida, si hasta hace un tiempo estaba perfectamente bien sin ninguna. Florencia bebe y me pregunta si creo que se parecerá a nosotras. Y es ahí que me pregunto qué significa parecerse a nosotras. Somos morenas, como nuestro padre. Tenemos el pelo negro, como la mamá. Los ojos café, como ambos. Yo tengo la nariz de nuestra madre y Florencia los ojos del papá. Somos una versión de ellos. Una adaptación libre. Ellos, nuestros padres, son el origen de nuestra identidad. En cambio, Bárbara es el espejo de otra persona y nosotras seremos similares a algo antiguo. Un experimento olvidado en el tiempo. Florencia me pregunta si será parecida a nosotras, que es lo mismo que preguntarme si será parecida a nuestros padres y sé que la respuesta es no, pero guardo silencio y hago un gesto de no saber y me conformo pensando que ambas estamos preocupadas de lo mismo. Una hermana. Una persona con rasgos como los tuyos, que no eres tú. Similar. Parecida. Imágenes difusas. Las formas primordiales. Todos los recuerdos que olvidas cuando aprendes a hablar.

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