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Son las ocho de la noche. Estoy en el living y acabo de destapar un vino y me sentaré a beber un poco. No sé cuántas copas beberé, porque siempre dices que no es bueno armar demasiados planes. Compré Merlot porque te gusta, aunque me siento idiota por ello, pues no estás. Me di cuenta de lo que hice cuando ya me estaba sirviendo. Recordé que siempre compramos Merlot porque es tu favorito y a mí, francamente, me da lo mismo. De esta manera, y sin planearlo, te apoderaste de algo en mi vida. Raptaste algo y lo llevaste a tu territorio, convirtiendo el vino en algo inmaterial, pero que te pertenece. No sólo este, sino todos los vinos de la tierra. Tienen tu nombre y rostro marcados encima. Me sirvo una copa. Siguen siendo las ocho en punto y pareciera que cuando no hay otra persona con quien comparar el avance del tiempo, las horas y días se mueven a una velocidad distinta. Foránea. A veces tan acelerada, que el mundo pareciera correr peligro de derrumbarse ante los vientos huracanados. En otros momentos, con una lentitud insoportable, como la triste existencia de las rocas. Bebo de mi copa. Sé que dices que no es bueno armar demasiados planes todo el tiempo, pero tampoco se trata de avanzar a ciegas, chocando contra las paredes, colisionando el corazón contra lo que haya en el camino. Quizás si me escucharas te reirías de mí y dirías que lo estoy viendo de la forma incorrecta. Y puede ser. Pero si bien no tengo todo solucionado, al menos cuento con un par de certidumbres: estoy solo, bebo un vino y no me atrevo a imaginar qué estarás haciendo ahora. Prefiero la ceguera. La oscuridad abarrotada de objetos. La ignorante y triste vida de las rocas.

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