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No me duché. No fui a la oficina. Hoy abrí los ojos, caminé al baño, y cuando estaba frente al espejo no pude reconocerme. Me parecía una persona extraña. No pude evitar mirarla con lástima. Frente a mí, una mujer que pelea incesantemente por quedar sola, por destruir lo que llega a sus manos. Pienso en esto mientras me siento en la mesa del living, donde están las copias de los libros de los cuales debería haber enviado los reportes para la editorial, pero no hice. No aún. No puedo. No tengo fuerzas. Dos llamadas perdidas en mi celular, una del gringo y otra de la oficina. Carlos se fue a trabajar y yo, ahora, me preparo el desayuno en silencio, escuchando los ruidos de las micros que se cuelan, indignadas, por las ventanas de este ruidoso departamento. Estoy sirviéndome un café cuando suena mi teléfono. Número desconocido, desde el extranjero. Dejo la taza sobre la mesa y contesto. Una voz, al otro lado, comienza a disparar sin misericordia. Me dice que mi madre está muerta. Me dice soy Florencia, tu hermana. Me dice perdona que te lo diga así, tan directo, pero no podemos hablar demasiado. La voz me explica que debo viajar a Berlín, que mi madre nos dejó unos regalos y que los tiene mi padrastro. Le pregunto si es una broma y me dice no, Bárbara, esto es en serio. La mamá nos dejó un mensaje y nos pidió que te llamáramos. ¿Vas a venir?
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