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En mil novecientos setenta y dos, cuando yo cursaba tercer año de biología, nos presentaron. Martín. Un joven encantador. Un filósofo que prefirió estudiar leyes, caminando por el lado seguro de la acera, evitando saltar al vacío. Nunca me había enamorado antes. Cuando nos besamos, tuve la sensación de estar viva por primera vez. Nos hicimos novios. Andábamos juntos todo el tiempo. Nos escribíamos cartas de amor, pues eso hacen los enamorados. Era imposible cansarnos el uno del otro. No discutíamos nunca y nos reíamos de la vida con tanta fuerza que parecíamos hacer temblar la tierra. Todo momento juntos era perfecto. El setenta y tres llegó la dictadura, pero Martín, con el ánimo de siempre, sonreía diciendo que íbamos a estar bien mientras no nos metiéramos en política. Hay que jugar al inocente, hacer que no sabemos nada, no escuchamos nada y no tenemos idea de nada, me decía. Jugar a los tontos. Cerrar los ojos. Cuando los abrí, estaba arrodillado y con un anillo en las manos. Nos casamos el setenta y cinco. Mis padres hicieron un esfuerzo enorme y nos regalaron una luna de miel en Europa. Conocimos París. Recorrimos Venecia. Viajamos en trenes donde no podíamos leer los nombres de las estaciones. Y entonces, cuando pasamos por Alemania, conocimos esta ciudad. Köln. No sé qué fue, exactamente, pero ambos sentimos que en este lugar éramos las personas más afortunadas de la tierra. Martín me abrazó frente al río y me prometió que algún día viviríamos aquí. Ambos teníamos el pasaporte y las ganas, pero Chile estaba sangrando y no podíamos dejar a nuestras familias abandonadas a nuestras espaldas. Volvimos del viaje y seguimos con nuestras vidas, pensando en completar los planes. Vamos a volver, pensaba yo. Y vamos a ser felices. Nosotros dos. Pero al par de años, Florencia llegó al mundo. ¿Cómo puedo describirte? Eras una niña de ojos pequeños pero firmes. Penetrantes. Yo no quería tener hijos, pero todo el mundo nos decía que debíamos tener una parejita, así que eso hicimos. Cumplimos lo que el resto esperaba de nosotros. Así, el setenta y nueve, naciste tú, Camila, y aunque tu padre quería un niño, cuando te tuvo en sus brazos comenzó a llorar y te besó con tanto cuidado que daba la impresión que tenía miedo de desarmarte. Para él, eras lo más hermoso de la tierra. Supongo que es la manera que tienen los hombres de pedir perdón. El diccionario de los gestos. Las disculpas inaudibles. Una noche de Febrero de mil novecientos ochenta, Martín llegó al departamento, llorando, desesperado. Me pidió que nos sentáramos en la cocina y, en voz baja, me contó una historia increíble. Me confesó que era miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que había afirmado lazos con otras células extranjeras y ahora estaban planeando el robo de la bandera de la independencia. Estaba nervioso y me dijo que yo tenía que saberlo, por si algo salía mal. Le dije que se fuera de ahí, que no valía la pena, que pensara en su familia, pero en verdad quería que pensara en mí. Me dijo que me amaba y yo le dije que no lo hiciera pero sabía que era en vano. Nos besamos y lloramos y tuve miedo por primera vez en mi vida. Así, una noche, a finales de Marzo, salió a una reunión clandestina y no regresó jamás. Pasó una noche y luego dos y una semana y un mes y a los cuatro meses ya no pude más y pensé que me iba a volver loca. No era capaz de dormir, de bañarme, de dejar de llorar. Su nombre apareció en El Mercurio. Lo habían matado. Ya no tenía a quien escribirle cartas de amor, entonces, ¿qué se supone que hacen los enamorados, cuando sólo queda uno? Caí en lo más oscuro. No podía cuidarme a mi misma, menos era capaz de cuidarlas a ustedes. Las fui a dejar a la casa de la mamá de Martín, su tía, y esperaba poder ir a buscarlas cuando me recuperara, pero el tiempo continuó avanzando y la pena se había incrustado ya demasiado profundo para sacudirla. Sin Martín, no encontraba motivos para seguir viva. Las iba a visitar, pero no estaba realmente ahí. Fui la mejor madre que pude ser en aquel período, lo cual no es decir mucho. Tuvieron que pasar ocho años tan largos que parecieron demorarse una vida entera. Durante ese tiempo, desarrollé los músculos necesarios en el corazón para cargar con el peso de la tristeza. Yo sé que no les di el amor que ustedes querían, pero yo tampoco tuve el amor que necesitaba con locura. Supongo, hijas mías, que de alguna extraña manera, estamos a mano. Y así, después de ocho años, un día me desperté y decidí cambiar. Mejorar lo que me quedaba de vida. Lentamente, comencé a hacer las cosas que me gustaban. Volví a leer mis libros de biología. Comencé a preocuparme por mi cuerpo. Y fue ahí que conocí a Alberto. En una visita al dentista. Estábamos los dos esperando en la consulta y empezamos a conversar. Él era médico cirujano, un poco más joven que yo. Simpático. Guapo. Comenzamos una relación, y en el ochenta y nueve nos fuimos a vivir juntos. Decidí que la única forma de comenzar una nueva vida era cortando con todo mi pasado. Nunca más las volví a ver. No por ustedes, sino por lo que significaban. Intenté empezar de cero, ser nueva. Pero no era lo mismo que con su padre. No nos escribíamos cartas de amor, pero yo estaba desesperada de cariño y Alberto me adoraba como si fuese la última mujer en la tierra. El noventa nació Bárbara, su hermana, y me casé por segunda vez. A estas alturas, mi vida y la de ustedes estaban tan separadas que no parecieran ser parte del mismo mundo. Éramos tres extrañas que compartían sangre, pero fuera de eso, no teníamos nada que decirnos. A veces pienso que tampoco habría tenido sentido que nos conociéramos. ¿Qué podía decirles? Yo era una mujer adulta que seguía llorando la pérdida de su primer amor. Soñaba con disparos y a veces me despertaba en la noche y otras tenía pesadillas horribles donde veía a Martín sangrando y arrastrándose por una zanja en Pudahuel. Incontables veces tomé el auto en la mitad de la noche y manejé hasta donde lo veía en mis sueños, pero no encontraba sus restos. Por su lado, Bárbara seguía creciendo y yo trataba de estar con ella, compensando así todo lo que nunca estuve con ustedes. Pero todo cambió esa tarde del dos mil cinco. Mientras Bárbara estaba en el colegio y Alberto en la consulta, sonó el timbre de la casa. Vi por el intercomunicador y ahí estaba: Martín, de pie. Al principio grité del susto. Pensé que de tanto dibujarme su figura en los ojos, se había quedado pegado y ahora no reconocía la verdad del simulacro. Pero no. Era real. Ahí estaba, visible a través de la pantalla en blanco y negro. Estaba mayor, un poco calvo y mirando a la cámara del intercomunicador con sus ojos de niño curioso. Abrí la reja y corrí a la entrada de la casa. Lo abracé y nos besamos. No le pregunté dónde había estado todos esos años, no me enojé por no enviarme señales de vida y una vez en sus brazos no pude hacer otra cosa que ponerme a llorar con desesperación. Era un milagro. Nos besamos y lloramos y reímos y era como haber terminado una carrera que nos parecía infinita. Esa misma tarde tomé mis cosas, armé una maleta, compramos un pasaje y nos vinimos a Köln. Sin pensarlo dos veces. Sin darle espacio a las dudas. Llevamos aquí ocho años juntos y han sido los mejores ocho años de mi vida. Nos escribimos cartas de amor, aunque somos adultos, porque eso es lo que hacen los enamorados. Nos miramos cada mañana y pareciera que somos los testigos de un milagro. Pero todo milagro tiene fecha de caducidad. A veces el cuerpo y el corazón corren en direcciones contrarias, y no queda más que aceptarlo. Cuando ustedes escuchen esta cinta, seguramente ya habrán hablado con la señora Grösse y el cáncer que tengo habrá terminado de hacer su trabajo. No tengo miedo. Si esperé toda mi vida para estos últimos ocho años, entonces mi vida valió la pena. Lamento haberlas traído al mundo sin prestarles la atención que necesitaban, pero mi corazón es demasiado pequeño. No hay cupo para mucha gente, y cuando estaba triste, ni siquiera tenía espacio para mí misma. Su padre tiene un departamento en Rosa-Luxemburg, en Berlín. Pasamos estos años la mitad del tiempo allá y la otra mitad acá, en esta casa en la ciudad que prometimos nos vería llegar a viejos. Sorprendentemente, lo cumplimos. Vayan a visitarlo. La dirección está anotada en el álbum de fotografías. Él les va a entregar unas cajitas con regalos que dejaré para ustedes. Avísenle a Bárbara, su hermana. La forma de contactarla está anotada ahí, también. Invítenla. Hay tres regalos para mis tres hijas. No puedo pedir perdón para siempre por no estar con ustedes, pero espero que mis palabras y lo que les deje con su padre sirvan para aplacar la tristeza. No sé despedirme y no tengo ganas de llorar. Voy a cortar, ahora. Voy a cortar.
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Maravilloso, me recordó mucho la manera particular de escribir que tenia Maria Luisa Bombal.
ResponderEliminarUn saludo