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Es como si el living estuviera suspendido en el tiempo. El lugar ha estado tanto tiempo encerrado, que cuesta respirar. Florencia abre las ventanas para que entre el aire limpio y, como una niña asustada, tengo un primer impulso de decirle que no, que cierre todo. Pero me controlo y guardo silencio. Tengo vergüenza de decirlo en voz alta, pero no quiero que el mundo exterior se robe el olor de mi madre. La luz entra por las ventanas abiertas y ahora vemos con claridad: alguien ordenó la casa antes de cerrar. ¿Una empleada? ¿Quién le pagó, entonces? En el living, sobre la única mesa, hay una caja de cartón que dice “Camila y Florencia”. En la pieza, dos maletas con su ropa. El resto de la casa está vacía. No hay platos en la cocina. No hay adornos en los muebles. No hay cuadros, aunque las paredes tienen marcas de haberlos tenido colgando. Vendieron y ordenaron todo lo que había dentro. ¿Quiénes? Me acerco a la caja de cartón y la abro. Dentro de ella, hay un álbum de fotos antiguo y una vieja grabadora de audio, enorme, del tamaño de un libro. En su interior, una cinta rotulada como “mensaje a mis hijas”. Le digo a Florencia que venga, que deje la maleta de la pieza, que no me abandone en este momento, que no puedo sola. La cinta está desde el comienzo, lista para ser escuchada. Florencia se acerca y me abraza y trae un par de sillas y nos sentamos con la calma de las bombas sin estallar. La miro, nerviosa, como ella me miró al abrir la puerta, y presiono el botón de reproducir. Entonces escuchamos, por primera vez en veintitrés años, la voz de nuestra madre.

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