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Me llamaron. Arreglaron un encuentro. Es un tipo de mi edad. Un sujeto que está buscando sus últimos logros antes de retirarse del boxeo. Les dije que sí. No acepté porque esté confiado, sino porque estoy buscando un enemigo digno. Alguien que sea capaz de derribarme y ponga los clavos en mi ataúd. Quería saber cómo has estado, qué has hecho, pero supongo que no tienes tiempo de hablar. No logro imaginar tu viaje, como de seguro tú tampoco logras concebir el mío. Quisiera sentir que estás aquí. Aún si se trata solamente de una ilusión. Espejos de paisajes a miles de kilómetros. La distancia no es enemiga de la compañía. Quisiera escuchar tus gritos cuando estoy entre las cuatro esquinas del mundo, transpirado, cansado, luchando por seguir de pie, por mantener mi cuerpo funcionando. Pero en aquella masa de voces no está la tuya. No te pido que estés todo el tiempo a mi lado, pero tampoco se trata de dejar los afectos descuidados como si fuesen ropa que siempre quedará bien aún si nunca se viste en las fiestas que importan. Y es que tengo miedo de cansarme. Tengo miedo de caer inconsciente y sangrando y al despertar sentir que no valió la pena esperarte durante tanto tiempo. Volver a tener un encuentro con la muerte y en ese encuentro darme cuenta que tú no tienes cabida. No puedo esperar permanentemente. Necesito algo. Un gesto. Una llamada. Algo que me haga compañía, porque me estoy agotando de dar vuelta en mi cabeza. Sacar a relucir mis recuerdos. Mis mascotas muertas. Aquellos amores que se me escaparon de las manos.
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