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Dejo el libro de lado y miro la hora. Dos y cuarto de la mañana. Llamé a Bárbara hace media hora, pero no contestó. Antes de eso le había enviado un mensaje de texto, sin respuesta. No seguiré insistiendo. Dejaré que el tiempo avance, cauteloso. Si no llega, llamaré a la policía y me desesperaré. Antes de eso, la calma. Vuelvo a tomar el libro aunque no tengo ánimos de leer, y paso por la misma línea cuatro veces sin darme cuenta. No estoy aquí. Mi cuerpo está aquí, pero este no soy yo. Tengo un libro en mis manos, pero nada me garantiza que soy yo. Soy un espectador. Espero, pacientemente, que ocurra algo y el destino me marque el paso. Si no llega, voy a preocuparme. Antes de eso, respirar, pensar en otra cosa. Estoy suspendido en el aire. Los minutos pasan por encima mío y la sensación de incertidumbre es casi peor que morir. Bárbara ronda en mi cabeza y me pregunto si estará pensando en mí. Después, un pensamiento más oscuro: ¿qué estará pensando de mí? Imagino que me recuerda como uno memoriza la lista del supermercado. Luego: ¿es posible recordar sin afecto? Más cerca: ¿es posible recordar únicamente con lástima? Dejo el libro de lado y miro la hora. Dos veinte de la mañana. Mi reloj de pulsera marca el paso. No me dejes atrás. Suspiro. Si no aparece en unas horas, saldré a buscarla y me desesperaré. Pero antes de eso, la calma: una puerta que se abre. No hay una sonrisa en el rostro. No estoy aquí. Este no soy yo. Y esa que acaba de entrar tampoco eres tú.

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