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Nos compramos unas cervezas y las vamos bebiendo por la calle. Le pregunto si tiene destapador y se ríe y abre una botella con la tapa de otra y me explica que si eres de acá, es parte de la cultura el saber destapar botellas con todo lo que encuentres. Bebemos y caminamos y tomamos el tren y luego el metro y llegamos a una destilería de cerveza abandonada que transformaron en una especie de centro cultural. Y en su interior hay teatros y cines y tiendas de ropa y museos y un par de locales para bailar, que es a donde nos dirigimos. En la fila le pregunto Florencia, ¿qué se siente vivir aquí? y me responde que es lo mismo que en Chile, pero sé que no es cierto. Y me dice que tiene que ver con volverse insensible. Como cuando te pones un reloj y lo sientes los primeros minutos, pero luego tu cuerpo se acostumbra y acabas olvidando que lo tienes. La ciudad opera similar, me dice. Para ti todo esto es nuevo, pero para mí es el lugar donde voy a bailar. Nada más. Y si vivieras acá el suficiente tiempo, acabarías acostumbrándote también, porque así somos. Estamos programados para ordenar y volver lógico lo inabarcable. El cerebro funciona sobre incertidumbres, me dice, está siempre en estado de alerta para no morir, y cuando reconoce patrones o comportamientos, termina asimilándolos y los vuelve parte de su zona segura. Florencia le da un trago más a su cerveza mientras esperamos en la fila, antes de entrar al local. Yo no tengo patria, dice riendo, tengo rutinas.

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