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Dos días. Cuarenta y ocho horas. He hecho todo lo que me pidieron. A veces no soy bueno obedeciendo y la mayoría del tiempo cruzo la calle sin mirar hacia ambos lados. Pero esta vez seguí las indicaciones al pie de la letra. He comido lo que me recomendó el médico. Hice los ejercicios, me tomé los exámenes, ajusté mi peso y mis músculos y mi mente ya no tiene tantos espacios manchados con tinta como antes. Hace unos meses me despertaba sin saber, exactamente, qué me estaba pasando. Camila se iba a trabajar y yo me quedaba mirando la ventana, viendo cómo el resto seguía con sus vidas mientras mis días juntaban polvo en un rincón. Mientras mi cuerpo mudaba la piel. Me hacía viejo. Hoy, a dos días de la pelea, no espero demasiado. Mi padre me decía “no esperes mucho”. También me decía “no tengas tus expectativas demasiado altas”, y es que la gente que sólo avanza mirando al cielo, termina dándose contra los muros. Yo no soy un hombre correcto. No le sonrío a los extraños y no tengo idea cómo se trabaja con las manos si no es golpeando al resto, pero sí sé cómo se espera. Sí sé de paciencia. Sé de fallos. Y sé cómo sangrar con dignidad y sin ella. Dentro de cuarenta y ocho horas, sabré si será mi sangre la que tocará el suelo o no. Y sabré si estoy demasiado viejo para jugar a los golpes, o mi cuerpo aún no ha decidido abandonarme. Dos días. Mantener la calma. Estar concentrado. Perderle el miedo a las alturas.
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