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Usted no me entiende. No porque no quiera. Simplemente nacimos en dos lugares opuestos del planeta y no podemos cambiar eso. Usted tiene setenta, ya no desea aprender mi idioma. Y yo estoy demasiado cansada para aprender el suyo. Así que dejaremos esta barrera alzada, inmóvil. La observaremos y nos encogeremos de hombros porque no nos gusta, pero tampoco haremos nada para derribarla. Nunca seremos amigos. No porque no lo deseemos, sino porque no podemos serlo. No le puedo contar que mi hermana está buscando un auto para arrendar e irnos a buscar la herencia de mi madre en un pequeño pueblo cercano a Köln. No le puedo decir cómo han sido para mí estos días. No puedo comentarle la diferencia en las pequeñas cosas que he descubierto. La velocidad de las nubes. La luz que para ustedes es de mediodía y para mí tiene el color de las seis de la tarde. Respirar aire puro en la mitad de la urbe. Desde la ciudad donde vengo, esos son milagros. Para usted, es la forma en que el mundo siempre ha sido. Porque nacimos en dos lugares opuestos del planeta y no somos capaces de contarnos estas diferencias. Me gustaría decirle que soy profesora. Que me llamo Camila. Que tengo un novio y que es boxeador y que está a punto de tener su primera pelea luego de unos años de retirarse. Me gustaría contarle de mis alumnos. Decirle que soy profesora. Que enseño mi lengua materna, porque nací en un lugar que no entiendo, y he dedicado toda mi vida a tratar de darle un sentido. Me gustaría contarle la historia de mi familia, pero puede que se aburra. Y aunque esta no sea más que una relación de amistad imaginaria, y aunque nuestro cariño exista únicamente en mi cabeza, no deseo arruinarlo contándole desgracias. No le he dirigido la palabra, no porque no lo desee, sino porque no puedo. No sé desearle un buen día en su idioma y de seguro usted tampoco sabe cómo despedirse en el mío. Los gestos son nuestra moneda de cambio, porque no le pertenecen a ningún país. Entro al hall y lo veo en la recepción, llevando las cuentas. Muevo mi mano para saludarlo. Usted me mira y agita su mano también, y ambos sentimos que logramos algo. Pequeñas victorias cotidianas. Yo a usted no lo conozco. Sé que es el dueño del hostal, pero no sé si tiene hijos mayores, si ha perdido a un ser querido, o si su vida no ha tenido sobresaltos. No sabe que mi madre nos abandonó, que mi padre forma parte de los desparecidos en dictadura. Que es la forma higiénica de referirnos a los cuerpos muertos que nunca entregaron. ¿Usted ha perdido a alguien que ama? Yo no supe lo que había pasado hasta que me hice más grande. Aún así, comprendí. Mi padre no era un santo. Él nos dejó. Su causa era más importante. Así como para mi madre, él era más importante que nosotras. Y eso nos dejó relegadas al último lugar de los afectos. ¿Le molesta que le cuente esto? No hablo con nadie en este sitio. Vine desde Chile a buscar lo que nos dejó de herencia y me he dedicado a escarbar los restos. Perdóneme. Sé que debe ser agotador escuchar a una extraña, pero me consuela saber que no me entiende, y que no estamos, verdaderamente, hablando. Todo esto habita en mi cabeza y no se convierte en sonidos porque no vale la pena. Porque me encuentro tan cansada que no puedo hacer más que mover mi mano cuando lo veo, y porque usted ya no está en edad de aprender un idioma sólo para escuchar mis lamentos.

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