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Mi entrenador me dice que no debo sobre-exigirme. Hay que tener cuidado, dice. Es importante medirse, saber cuánto puede el cuerpo. Mi cuerpo y yo. Mi cuerpo que me acompaña a golpear sacos. Mis manos que saludan extraños, acarician perros callejeros y luego azotan sin piedad rostros de hombres que no odio. Mi cuerpo, con kilos de más y pretendiendo abandonarme cuando entreno, que se niega a hacer lo mismo que hacía cuando joven. Mis arterias, llenas de grasa y fritura y cigarrillos y cerveza. Descuidé esta máquina, la olvidé sin esfuerzo, como me olvido que estoy respirando. Ahora mi cuerpo me pide tiempo. Pero tiempo es lo que no tengo. Necesito estar de vuelta. Volver a ese yo de antes, de hace cinco años. Ese yo que no se cansaba de correr y golpear y saltar la cuerda. Ese yo que existe dentro de este cuerpo de cuarenta y un años. Mi entrenador me dice que no debo sobre-exigirme. Que puede traer problemas. Pero el temor a perder, a que me corten la respiración o me quiebren una costilla es lo que realmente me traería problemas. Pedirle demasiado a mi cuerpo no me preocupa. Él y yo sabemos que estamos juntos, y lo que le pido es lo que me pido a mi mismo. Sin embargo, lo que no deseo es enviarlo a la batalla sin prepararlo de verdad. Arrojarlo a una masacre sin precedentes, y arrojarme a mí con él. En el campo de batalla, sólo tengo mis manos, estos objetos que están pegados a mí. Mis manos, que tomaron vasos en bares, acariciaron los cabellos de mujeres que me amaron, cerraron tratos al apretarse con otras manos, fueron capaces de abrirme camino a golpes en la vida, y hoy, ajadas, heridas, vendadas, vuelvo a esconderlas tras unos guantes y a prepararlas para castigar a mi enemigo. Mis manos. Cuarenta y un años pegadas a mi cuerpo. Mis manos. Parecidas a las de mi padre. Estas no son las manos de un hombre con educación, me dijo. Estas son las manos de un hombre que sabe usar las herramientas. Mi padre. Un hombre formado en la tierra, en el barro, nacido y criado en la pobreza porque las oportunidades no caen por igual en todos lados. Mi padre, que a los cuarenta lo apuñalaron y él mismo mató a sus asaltantes a mano limpia y sangrando profusamente. Mi padre, en la cárcel. Y yo, en la cárcel de mi cuerpo. Mis manos y yo. El suelo. Mi cuerpo y yo. El barro. Mis memorias. Mis cachorros muertos y toda la tristeza de la tierra.

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