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Florencia desayuna en silencio. Ambas miramos por la ventana. Ha comenzado a nevar. Le digo que deberíamos viajar a Colonia y asiente. Le pregunto qué le pasa. Le pregunto por qué mira fijamente la ventana y pareciera estar hipnotizada con su propio reflejo. Florencia niega con la cabeza y responde que no es nada, pero continua mirando hacia fuera, en busca de algo que no sé. El paisaje comienza a tornarse blanco. Las calles se cubren lentamente y pienso en mi Santiago que no conoce este clima. Imagino el centro de mi ciudad, ese coloso gris, que le drenaron la vida a balazos, donde hoy viven sólo oficinas de cielos falsos y perros vagos que mueren durante el invierno. Pienso en los liceos, en los niños que corren por sus pasillos. Mis estudiantes, ahora de vacaciones. Pienso en cuántos de esos niños saldrán del colegio y recorrerán esas calles con sus currículos en mano, buscando un trabajo que no va a llegar. Aplanando las calles de ese Santiago con olor a polvo, tierra y suciedad, que no conoce la nieve salvo cuando llega de visita una vez cada veinte años. Mi tierra sabe de temblores, pero no conoce el amor de los climas tristes. El respeto a los días soleados. Los espacios abiertos y las nubes veloces. Amores imposibles y poesías escritas en callejones vacíos. Luminarias públicas de ampolletas quemadas. Las ideas que pasan al olvido cuando se pierde una vida. Observo las calles blancas e imagino mi Santiago cubierto. No las casas grandes, de ricos, alejadas de la contaminación que ellos mismos crearon. Imagino el centro. La Plaza de Armas. La Catedral. Los jubilados y los desempleados y los escolares y los turistas mirando al cielo mientras una capa blanca comienza a cubrir el mugriento corazón de mi país. La imagino de blanco, inmaculada. Y luego imagino que la nieve se derrite y se convierte en barro, y se pega a los zapatos, inclemente. Veo las ventanas de los edificios del centro de mi ciudad, edificios que parecen espejos, llenos de oficinistas que tienen un ojo puesto en el reloj de salida, porque nadie quiere pasar su vida bajo un cielo falso, en una calle donde los perros mueren de frío en invierno y donde todos saben de temblores pero no de días despejados y nubes a toda velocidad. Y en una de esas ventanas, mientras la nieve azota con furia, distingo el rostro de mi hermana, que está sentada al frente mío, mirando y pensando en algo que no sé. Le digo que deberíamos viajar a Colonia hoy mismo y asiente. Mientras tanto, la nieve sigue recordándome que mi ciudad no tiene arreglo y se dedica, con toda calma, a pintar de blanco un pequeño pueblo al otro lado del mundo.
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