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21

Son tan parecidas a su madre. Ustedes. Quizás no les guste lo que les estoy diciendo, pero es verdad. Hablo de los rasgos. Los contornos de la boca. Los ojos. Algo en el rostro de ambas, que si bien son diferentes, permite deducir que comparten la misma sangre. Lamento que hayan tenido que viajar hasta acá. Yo no puedo moverme de aquí. Mi marido está enfermo y alguien debe cuidarlo. Alzheimer. Es triste porque al comienzo era los pequeños detalles aquellos que se le olvidaban. Al principio era la chaqueta o el paraguas. Con el tiempo comenzó a dejar de reconocer elementos más importantes. No recordaba cómo llegar al baño. No recordaba qué día era. Y así, una mañana, llegó el día en que no pudo ya recordar quién era yo. Para él, soy una persona nueva cada vez que ingreso en la habitación. Pero, al mismo tiempo, soy todo lo que tiene. Aunque él no lo sepa. Quizás es suficiente. Les cuento esto no para que sientan compasión de mí, cosa que no me interesa, sino para decirles que quizás no es necesario que juzguen a su madre con severidad. Su recuerdo es ahora todo lo que tienen de ella. Puede que no sea mucho, pero es algo. Yo la conocí en Berlín. Hace años. Había viajado con mi marido un verano. Ella estaba perdida. Daba vueltas y no entendía el idioma. Yo no hablaba español y ella no hablaba alemán, pero nos dimos a entender. Ella quería llegar a la estación de Rosa Luxemburg y yo acababa de estar ahí. Mi marido y yo la acompañamos hasta el metro. Sonrió, agradecida, y me dejó anotada una dirección. Tiempo después, sólo por probar, le envié una carta. Ella me respondió en un precario pero sincero alemán. Seguimos escribiéndonos por mucho tiempo. A veces venía de vacaciones y a veces la íbamos a visitar nosotros. Cuando Hermann se enfermó ya no pudimos viajar a verla, pero ella venía todos los años. Nos traía dulces y libros y discos que escuchábamos mirando cómo la luz de la tarde se convertía en noche y sofocábamos la oscuridad con las llamas de esta chimenea. Conversábamos hasta que nos vencía el sueño. Tomábamos mucho té y nos reíamos de la vida. Era una mujer sola. Una mujer con una cantidad muy limitada de amor en su corazón, y que lo distribuía con una mesura absoluta. Creo que fui una de las pocas personas a las que ella quiso durante su vida en este país. Cuando dejó de responder mis cartas, di aviso a las autoridades. Era evidente que algo le había pasado. Me dejó todo en el testamento, esperando que sus hijas llegaran a buscarme. Y no se equivocó. Ella pensaba en ustedes, sus niñas. No con el cariño con que una madre debería pensar en sus crías, sino con un aprecio que se parece mucho al respeto. El cariño que se le tiene a los parientes lejanos que se comportan educadamente, como corresponde, cuando vienen de visita. Un cariño que no involucra responsabilidad. Un cariño que se sabe incapaz de formar un compromiso. Ella no deseaba cargar con la responsabilidad de querer a alguien. Siempre decía que amaba al padre de ustedes, a su primer marido. Y quizás todo ese amor que distribuía con precisión milimétrica, se había ido con él, y para todo el resto quedaban los resabios de ese afecto. Migajas insuficientes. Un cariño que parecía una parodia. No es culpa de ustedes. Su madre no sabía dar amor. No sabía generarlo y a veces pienso que no era capaz de sentirlo de verdad. Pero al menos pensaba en ustedes. A menudo. Y me dijo, claramente: “Déjales la llave de mi hogar. Ellas van a llegar y van a encontrarlo todo”. No sé a qué se refería con “encontrarlo todo”, pero cumplo con la promesa que le hice. Aquí tienen. Esta es la llave. Queda en las afueras de Köln. Nunca pisé ese sitio. Siempre que viajábamos a verla, nos encontramos en cafés o en restaurantes. Con Hermann alojábamos en hostales y luego paseábamos junto a ella, por la orilla del río o mirando la catedral. Hoy, él no lo recuerda, pero fue en una de esas visitas que le confesé, llorando, que no podía tener hijos. Y fue en esa misma visita que él me dijo que no importaba. Que nos teníamos el uno al otro. Y que a veces el afecto entre dos personas es suficiente. Aún si luego es sólo una la que está ahí para ayudar. Aún si terminamos olvidando el rostro de quien juramos amar para siempre. Y aún si la pena de no tener hijos nos hace preguntarnos qué se supone es lo que vale la pena en esta vida, porque no dejamos a nadie parecido a nosotros a nuestras espaldas, y porque de ese amor ya no nos quedan ni los recuerdos, pues sólo vive en la cabeza de uno de los dos. No puedo entender eso de su madre. Ella tuvo hijos y no los quería. Yo nunca los tuve y a veces siento que no tengo dónde dejar todo este cariño que me hace llorar por las noches y me quema un poco el pecho. Yo no sé cómo vivía su madre. Tengo la impresión que nunca nadie entró a su hogar. Era alguien que tenía muy poco afecto. Y yo pude sentir algo de ese poco que le quedaba. Desearía, de todo corazón, que ustedes hubiesen recibido lo que me dio a mí. Porque yo no lo merecía. Yo soy solo una extraña que cruzó su vida por casualidad, y entró en ella porque no pedí permiso. Yo no merecía ese cariño, como ahora tampoco merezco que alguien me olvide de esta manera tan cruel. Ustedes tienen otra oportunidad. No hagan lo mismo. Entren. Irrumpan en la vida de su madre sin pedir permiso y recuperen lo que sea posible. Lo que quede de afecto para ustedes, aún si son solo recuerdos. Vayan a ese hogar y entren. Es su derecho. No sé cómo es ni tengo idea de qué hay dentro, pero espero, sinceramente, que encuentren ahí las respuestas que buscan.

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