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20

Florencia toca el timbre. Hay un silencio y en ese momento quiero preguntarle si está llorando o es la lluvia o es sólo mi imaginación, pero antes que logre abrir la boca, una señora de unos setenta años abre la puerta. Es una mujer delgada, sonriente. Nos mira con la compasión con que se observa a una mascota herida. Y quizás no somos más que eso. Mascotas que fueron amadas un tiempo, pero abandonadas demasiado pronto, antes de ser capaces de defenderse. Antes de entender cómo funciona el mundo. Nos dice algo que no entiendo pero supongo debe ser un cumplido y nos hace pasar. Habla en Alemán. Al parecer, se esfuerza por hablar lento y que mi hermana le entienda. Loables intentos por acortar distancias. Terrenos desconocidos. Animales que se huelen, extrañados. Florencia me dice que me irá diciendo en español lo que la señora nos cuenta. Asiento con la cabeza y la mujer de ojos grandes y azules nos invita a pasar. Es una casa de dos pisos. Nos sentamos en el living, junto a una chimenea encendida. Nos trae un café y la cálida luz y la agradable temperatura y el olor a madera y el crujir de la chimenea y su rostro de amabilidad convierten toda esta escena en algo acogedor y extraño. La señora Grösse sonríe con cariño infinito y nosotras nos miramos, confundidas. Sin saber cómo reaccionar. Somos dos seres no acostumbradas al cariño de los extraños. Animales domésticos arrojados a la calle. Desamparadas, sobrevivimos sólo de suerte. Cuando nos acarician, sospechamos, mordemos o nos paralizamos de miedo. Y eso último es lo que acaba de pasar. Ella son sonríe y ninguna le sonríe de vuelta. Un silencio se instala junto a la chimenea y nos observa, extrañado. La señora Grösse suspira y comienza a hablar. Florencia me traduce.

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