Capítulos anteriores
19
Las nubes cuelgan sobre nuestras cabezas, observando con risas escondidas cómo buscamos la dirección. Somos apenas dos puntos en la gran topografía. Pequeños seres vivos atrapados en pequeñas preocupaciones con un pequeño corazón acorralado. Avanzamos a tientas, ciegas. Adivinando según el viento. Camila me dice que es a la izquierda y yo creo que es a la derecha y al final probamos primero hacia un lado y resulta que ella tenía razón. Ninguna conoce este pueblo. Casitas de madera con tejas y colores que se pierden con el paisaje verde. Aquí la gente habla un dialecto que casi no entiendo. No soy buena guía ni buena traductora y me pregunto si sirvo para algo en este momento. Y me pregunto cómo mi madre terminó aquí. Y me pregunto qué estamos haciendo, verdaderamente. En las calles, pasa gente que nunca hemos visto, y quizás nunca volvamos a ver. Nos saludan con calma. Gente que pareciera tener todo el tiempo del mundo. Gente que sigue el parsimonioso ritmo de los lugares pequeños. Ciudades que no son más que puntos en un mapa. Sitios donde habitan pequeños seres con pequeños problemas. Y nosotras, ahora. Dos corazones acorralados que intentan recoger los recuerdos de una mujer que nunca fue parte de sus vidas. Avanzamos mirando al cielo de vez en cuando, y es que las nubes colapsan en las alturas y nos arrojan, a veces, una o dos gotas encima, a modo de saludo o de broma o quizás un poco de ambas. Nos alejamos lentamente de la estación de trenes y damos una pequeña vuelta al pequeño pueblo. Encontramos la dirección que nos dio el abogado y nos quedamos frente a la puerta, como si debiésemos guardarle respeto al destino. Como si el destino nos guardara algún respeto a nosotras, que no somos más que dos pequeños puntos tristes, y que las nubes escupen con una sonrisa. Observamos el timbre, los contornos del botón de bronce, la oscura madera de la puerta. El aire húmedo. Cierro los ojos un segundo y veo a mi madre sentada en el patio de nuestra casa en La Reina, mirando al cielo, oliendo el pasto mojado en invierno. El único año que pasamos con ella y en que casi nunca nos habló. Aún con los ojos cerrados veo a mi hija, mirando por la ventana abierta en nuestro departamento en Charlotemburg, sintiendo la brisa de finales de otoño y preguntándome si para las nubes el acarrear agua significa un esfuerzo o si acaso la llevan sin sentirla, así como nosotros cargamos encima con nuestra ropa. Abro los ojos. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero las gotas están cayendo sobre mi, lo cual me alegra. En parte porque el frío y el agua me recuerdan que verdaderamente estamos aquí, y en parte porque necesitaba esperar a que la lluvia mojara un poco mi cabeza y el agua se deslizara por mi rostro. Solo así soy capaz esconder las lágrimas y puedo culpar de ello al clima.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario