Capítulos anteriores
18
Cuando niño, en el colegio, me obligaban a usar corbata. Cuando salía al recreo, me la sacaba y la guardaba en el bolsillo. Usar una corbata siempre me pareció lo más parecido a usar una correa. O una cadena. Algo que te amarras alrededor del cuello y se supone dice cuánto te encuentras inserto en la sociedad. Me pongo de pie, me sirvo agua del dispensador con un vaso plástico y me siento, con mi carpeta en las manos. Espero mi turno. Cuatro tipos más en la sala, además de la secretaria. Me tomo el vaso de agua y me pongo nervioso así que me pongo de pie y sirvo otro y me vuelvo a sentar. Reviso mi currículum. Una página. Miro a los lados y los otros tipos tienen varias. ¿Qué pusieron ahí? ¿Por qué necesitan tanta experiencia para postular a un trabajo que se trata de mover papeles dentro de una oficina? Me ajusto la corbata y suspiro, ahogado. Tres de los otros cuatro tipos miran hacia la nada, y uno de ellos habla por teléfono con su mujer, diciéndole que todo va a estar bien. Comienza a faltarme el aire. Me levanto y voy al baño y me encierro y me apoyo contra la puerta y respiro hondo porque me ahogo y no puedo evitar imaginarme que si logro conseguir este trabajo voy a ser el tipo de los papeles y me angustio porque ahora que está cerca, no estoy seguro de querer esta vida. ¿Qué estoy haciendo? Me miro en el espejo. Pálido. Triste. Soy un animal encerrado bajo la fría luz del tubo flourescente. Estoy esperando que hagan experimentos sobre mí. Que inyecten sustancias, me abran el estómago. Estoy esperando que me torturen. ¿Quién es ese hombre, Franco? Ese que está en el espejo, ¿cómo se llama? Porque no eres tú. Eso es imposible. Tú no te disfrazas de animal doméstico. No te sientas en una sala de espera a tomar agua y esperar tu turno y hacer tus trucos de perro cuando alguien te llame a una entrevista para ver si estás con tus vacunas al día y no tienes pulgas. Sabes que no das la pata a cambio de una galleta y no ruedas cuando tocan un silbato. Sabes también que no quieres pasar el resto de tus días dando vuelta por una oficina de cubículos, esperando el final de cada mes para que llegue el cheque de un sueldo mediocre y aliviane un poco tus deudas. ¿Quién es ese hombre en el espejo, Franco? Lo pregunto en serio. ¿Qué pasó con lo que querías lograr de verdad, con ese joven que tenía tanta fuerza que era capaz de partir la historia de la humanidad en dos? ¿Qué pasó con ese niño de puños duros que se vino a Santiago a probar suerte? ¿Dónde está ese niño que nunca sangraba a pesar de los golpes? ¿No fuiste tu quien le dijo a su hermano: “Voy a romper la historia de Chile con mis manos”? ¿Qué pasó con eso, Franco? ¿Te escondiste? ¿Cuándo te empezaron a dar tanto miedo las nubes, que asumiste la estrategia del caracol? Respiro, agitado. Intento calmarme. No sé quién es este hombre asustado, vestido con una camisa recién planchada. Ese tipo que tiene miedo de hacerse viejo y tiene miedo de despertar un día y encontrarse en lo más profundo de un estanque lleno de agua, que en el fondo no es más que el miedo a la muerte. ¿En qué momento y cómo fracasó ese hombre frente a mí? Cuando niño, en el colegio, me obligaban a usar corbata. Ahora nadie me fuerza. Soy yo mismo quien lo hace. Mi propio carcelero. Me puse la corbata antes de salir de casa, para jugar al juego. Conseguir un trabajo. Ser parte del resto. Y ahora, frente a mi mismo, en el espejo, me doy cuenta que he tenido las llaves de mi celda colgadas al cuello por tanto tiempo que olvidé dónde estaban. Tenía tanto miedo de jugar contra las reglas, que comencé a disfrazarme. Hacer como que creo en esto. Fingir que soy parte del grupo. Me tiraron al suelo un par de veces y, como un animal entrenado, pensé que volverían a hacerlo y dejé de jugar al juego de los hombres. No estaba acostumbrado a perder. Y para alguien que no sabe enfrentar la derrota, perder una pelea es igual que perder la vida. Pero yo no soy esto. Este sujeto. Esta corbata. Debo dejar de fingir que estoy domesticado, que no soy un animal salvaje. No hace falta seguir mintiendo. Sal de aquí, me dice la voz. Vuelve a tu casa y empieza de nuevo. Puedes hacerlo, me dice. Y estoy seguro que, esta vez, no está equivocada. Salgo del baño y boto el vaso plástico a la basura y me llama la secretaria y me dice que pase y le digo que no quiero y le dejo la carpeta y le digo que ninguno en esta sala de espera, verdaderamente, quiere esta mierda de trabajo. Ella me mira extrañada y le pregunto si acaso no siente vergüenza de levantarse todos los días a hacer pasar gente a una reunión que decidirá si se mueren de hambre o no. ¿No te da asco pedalear a favor de un sistema económico que nos revienta? ¿No te da asco verte a ti misma, cuando te sacas el maquillaje por la noche y te vas a acostar? ¿No te da asco mirarte en el espejo y observar la cara de aquel traidor que trabaja para continuar esclavizando a los demás? El guardián de las puertas del infierno. Un perro tan bien entrenado, que no sabe que es un perro. Animales temerosos de sangrar. Domesticados a sangre y fuego. Yo no soy como ustedes. No voy a entrar en esa habitación donde está tu jefe, porque no somos iguales. Antiguamente, los nativos eran parte de los zoológicos humanos y a los negros los tenían, sangrando y con cadenas, cortando algodones en plantaciones que más parecían campos de concentración. Los paseaban, los mostraban, los torturaban, y ellos entendían que era injusto. Comprendían que para ellos no había más esperanzas que morir ahí, encerrados en el olvido y la miseria. Eran esclavos, pero al menos lo sabían. Ustedes no tienen idea. Su esclavitud es voluntaria. Y eso me parece vergonzoso. Delirante. Se supone que cuando no tenemos nada, al menos podemos escudarnos en nuestra dignidad. Pero para ustedes eso no existe. La dignidad se pierde cuando aceptan las reglas del juego. Pero no cuenten conmigo. No voy a jugar con ustedes. Haga pasar a ese hombre, le digo, ese tipo gordito del rincón que ha estado hablando con su mujer todo el tiempo y prometiéndole que logrará obtener este trabajo. Él lo necesita. Quizás más que yo. Está tan desesperado que está dispuesto a vender su libertad, su vida entera, por una paga de mierda a final de mes. Yo no estoy dispuesto. Si quieren encerrarme aquí, si quieren chuparme la sangre, tienen que darme algo tan grande como mis sueños más absurdos. Si voy a vender mi alma, el precio será impagable. Y eso no lo permite este sistema. No me mire así. Mírese a usted misma. Es un buen ejercicio. Llegue a su casa, sáquese el maquillaje, límpiese la cara y observe en lo que se ha convertido. Yo no soy su enemigo. El verdadero enemigo es el que está llamando a estos hombres a que le hagan gracias en su oficina. A que le muestren lealtad a un amo que no conocen. Yo no voy a jugar a esta mierda. Abra la puerta. Voy a salir. Si no me abre voy a golpear la puerta de vidrio y la voy a romper. Es mi última advertencia. Abra la puerta. Ahora. Gracias. Que tenga un buen día.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Esto. es como querer decir algo, pero no saber qué.
ResponderEliminarMuy bueno.