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8

Florencia está sentada al lado mío y yo solo puedo pensar que no desayuné. Miro la hora. Se supone que aquí la gente es puntual, pero nos citaron a las once y son las once y cuarto y seguimos sentadas en la sala de espera. Una señora de lentes contesta un teléfono que suena cada dos minutos. Habla un poco, toma notas en el computador y corta. No sé qué dice. Florencia ojea una revista. Intento hacer eso, así que tomo una cualquiera. Veo la portada: la fotografía de una famosa actriz de Hollywood en la playa, y sobre ésta, unas palabras que no entiendo, seguidas de muchos signos de exclamación. No sé si dicen que está gorda, o flaca o qué. Suspiro y dejo la revista de lado. Ni siquiera tengo ánimos de ver las fotos y fingir que entiendo algo. Mi estómago suena fuerte porque no desayuné. Miro con sutileza a mi hermana, quien no se voltea y continúa leyendo. Observo mi reloj, como si fuese un ancla a la realidad. Once dieciséis. Un minuto. Es todo lo que ha pasado. Un tiempo infinito de aburrimiento cabe en ese minuto. Me pongo de pie y miro por la ventana. Estamos en un cuarto piso, pero acá cuentan diferente y dicen que es un tercero. Por la calle, abajo, camina una pareja, tomados de la mano. Pienso en Franco. Pienso en qué estará haciendo. No he respondido el mensaje que me dejó sobre su sueño. Pienso que soy la peor pareja del mundo y vuelvo a suspirar y me vuelve a sonar el estómago y vuelvo a ver si mi hermana me miró por el ruido y vuelvo a darme cuenta que no y vuelvo a mirar la hora y este ritual me parece cada vez más absurdo. Once diecisiete. Un minuto. No sé qué hacer. No tengo ganas de suspirar, pero lo hago una tercera vez. Por deporte. En ese momento, se abre la puerta de la oficina central y un tipo mayor, de metro noventa, se queda inmóvil, en el marco de la puerta, mirándonos. Florencia se pone de pie y se acerca a él. Hago lo mismo. Camina hacia el sujeto, le da la mano, le dice algo en alemán e ingresan a la oficina. Hago lo mismo. El sujeto tiene unos cincuenta, y da la mano con sutileza pero seguridad. Tiene puesta una chaqueta gris oscura, impecable, una camisa blanca inmaculada y da la impresión que tuviera todos los movimientos calculados con precisión quirúrgica. Cuando estoy adentro, me dice algo que no entiendo, pero hace un gesto que interpreto como que debo cerrar la puerta y eso hago y nadie me dice que hice algo malo, así que supongo que está bien. Florencia se sienta en una de las dos sillas que están frente al gran escritorio. Hago lo mismo. El hombre se sienta del otro lado, con toda calma, y abre una carpeta de cuero. No sonríe, pero intenta verse amable. Es un intento de cercanía que se parece mucho a la lástima. Suena mi estómago, pero nadie parece notarlo. El hombre comienza a hablar en un inglés duro, con fuerte acento alemán. Nos mira con calma, mientras dice:

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