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Mi padre era cirujano, así que nunca me faltaron cosas cuando niña. Si quería una muñeca, me la compraba. Si quería un helado, lo tenía. Fui hija única, así que toda la atención de mis padres estaba puesta en mí. Yo era Bárbara, la hija consentida. La niña bonita que siempre disfrazaban de princesa en su cumpleaños. A mi mamá nunca la sentí realmente cercana, pero ella era así. Distante. Perdida. Miraba al horizonte todo el tiempo. Buscando algo que no tengo idea si existía. ¿Te molesta si fumo? Permiso. Entonces… claro, ser la hija de papá y la consentida y todo eso te arruina un poco. Obviamente. Terminas pensando que el mundo gira alrededor tuyo. Que todos están pendientes de tus deseos y tus caprichos. Puedes hacer y deshacer a voluntad, porque eres la estrellita más brillante del cielo. Y esa sensación dura hasta que un día, de la nada, tu mamá se va de la casa. En ese momento, te das cuenta que no eras el centro del mundo. Ni siquiera el centro de su vida. Eras un accesorio. No muy distinta de un reloj o un oso de peluche. Una tarde cualquiera llegas del colegio y no hay nadie y tu mamá no está en su pieza ni en la cocina ni regando el patio ni viendo televisión. El closet está abierto y no están ni su ropa ni sus zapatos, pero dejó todas las fotos sobre el velador. No se llevó consigo los recuerdos de las vacaciones que pasaron en familia. No se llevó tus imágenes de cuando eras un bebé. No se llevó esa foto donde sales, abrazada a ella y dándole un beso. Esa foto donde tu madre sonríe, torpe, sin saber cómo retribuir el cariño de esa pequeña bebita que quiere ser el centro de su mundo. Esa niña que desea convertirse en el sol alrededor del cual orbite su cariño. Las fotos están ahí, enmarcadas, como detrás de unas rejas, puestas en vitrina. Un museo de recuerdos que nadie quiere ver. Las dejó ahí, abandonadas. Y te dejó a ti de la misma forma. Tu madre se fue una tarde, como si jamás hubiese sido parte de tu vida, e hizo un corte. Un corte tan fino que no sangra. Una separación perfecta entre el antes de tener una familia y el después de ver a tu padre llorar por las noches y guardar las fotos en una caja y quemar los recuerdos y decirte que nunca se va a recuperar. Mi padre era cirujano. Ahora es un hombre triste. Yo era Bárbara, la niña consentida, la princesa. Y ahora me tienes aquí, contándote esto, y pareciendo que me dedico a mendigar cariño. Perdona. No tenías por qué escuchar todo esto. Cuando tomo me pongo triste. ¿Carlos, te llamabas, no?
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