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Revuelvo el café y te miro de reojo, como si en verdad tuviera cosas más importantes que hacer, y éstas se encontraran allá, en el infinito. En la calle del frente. En el semáforo que titila. En un lugar lejos de esta mesa que ahora compartimos en silencio. Se supone que dos hermanas deberían conversar y solucionar sus problemas, pero es evidente que ninguna de las dos tiene demasiadas ganas de jugar a eso. Te digo que me enteré hace unos días y asientes. Te digo Camila, yo no sabía que ella estaba aquí. Te digo Camila, la oficina del Estado me llamó para avisarme. Te digo Camila, esa no es la única sorpresa. Saco la cuchara del café y te miro, haciendo una pausa quizás demasiado dramática, al punto que me observo desde afuera y siento un poco de vergüenza por mi excesiva teatralidad. Levanto la taza, bebo un poco. Está caliente. Finjo que está todo bien aunque me quemo un poco el labio. Dejo la taza ocultando el dolor, estoica, y vuelvo a mirarte. Voy a decir algo, pero me interrumpes. Me dices que no te importa, que vienes a solucionar esto y ya. Me dices Florencia... lo que haya pasado o no, en verdad, no va a cambiar nada. Asiento y pienso en el dolor de mis labios. En lo que no digo. El mozo se acerca y nos pregunta si queremos algo más. Le respondo en alemán que no y tú le respondes en inglés que quieres agua. Te pregunto si estás bien y me preguntas si de verdad me importa. Niego con la cabeza y el silencio definitivo se apodera de la situación. Nos cae encima como un manto gris, que es el color sin colores. Soplo mi café y lo tomo de a sorbos cortos. Llega tu agua y la bebes, sin decir una palabra. Frente a nosotras, un grupo de músicos callejeros pide monedas mientras tocan en medio de Alexanderplatz. Suspiro y miro al cielo. Estoy quieta y herida. Sobre mi cabeza, las nubes se mueven a toda velocidad. Las cruzan, sin cariño, los aviones que se dirigen a Tegel. Las hieren, atravesándolas de lado a lado y abandonándolas a sus espaldas. Sin voltearse a observar el desastre. Las nubes prosiguen su marcha, vaporosas, heridas, livianas. Se recomponen y siguen adelante, a la parsimoniosa velocidad del clima. Son una fuerza indetenible. Una lenta herida suspendida en el cielo. Las observo. Casi puedo escuchar la voz de mi hija cuando nos tendíamos en el pasto del Tiergarten y mirábamos pasar las nubes con una sonrisa. Nos reíamos del mundo y le hacíamos cosquillas a la vida. Me duelen los labios. Bajo la vista hacia mi hermana y en ese momento, la escena completa se oscurece un poco. Una enorme masa de agua nos tapa el sol. Pequeños recuerdos ahogados. Pequeños crímenes de la vida. Pequeños milagros de colosal tamaño.

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