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¿No vas a contestar tu celular?, le pregunto, pero sólo niega con la cabeza. ¿Quién te llama?, le pregunto, pero no responde y se limita a suspirar y sacar una cajetilla. Dos pasajes en mis manos. El techo de vidrio y acero deja entrar la poca luz que se cuela entre las nubes. Nos ilumina, pero no mitiga el frío. Camila enciende su cigarro, ajusta su bufanda y yo me soplo las manos, arrepentida de haber salido sin guantes. A nuestro lado, una pareja se besa mientras llora. Hablan en un alemán joven. Se despiden como si fuesen los últimos seres del mundo. Los escucho despedirse hasta la próxima semana. Dicen que se echarán de menos. El romance adolescente. Las lágrimas honestas. Separaciones de distancias cortas. El fin del mundo. Reviso mi libreta de anotaciones y vuelvo a verificar la dirección de la señora Grösse, aunque no lo necesito. Lo hago por hacer algo. Camila mira el techo de la estación, mientras fuma. Una luz le llega al rostro y, por un segundo, es como ver a la mamá. Le pregunto que si durante todo este tiempo habló alguna vez con ella. Me niega con la cabeza. Le pregunto si durante este tiempo supo algo más del papá. Vuelve a negar. Le pregunto si va a responderme con palabras y niega otra vez, dándose media vuelta y encaminándose a una máquina de bebidas. Pienso en mi padre, o en la memoria de mi padre. En las historias que me contaban mis tías. Que se escapaba de noche para salir a bailar con mi mamá. Que siempre sonreía. Que se unió al partido porque creía que era capaz de cambiar al mundo. Mi padre, un hombre del cual sólo tengo historias. Recuerdos que no son míos. Miro al cielo, iluminado por ese sol frío. Un avión cruza ese azul apagado, formando una cicatriz. Pienso en qué pensarán las personas que viajan en ese vuelo. A dónde irán. Quiénes los esperan del otro lado. Sus familias. Sus amigos. Sus hijos. Mi hija. Vuelvo a soplar mis manos, y vuelvo a pensar que tengo frío. Pero quizás es sólo la costumbre. Camila vuelve con una bebida. No sé qué decirle. Un silencio se arma entre las dos. Las paredes invisibles. Los mutuos acuerdos. Camila suspira otra vez, me mira con una seriedad infinita y dice:
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