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Se están amontonando. Ese es el problema. Si fuese una o dos, si fuesen una cantidad manejable, no sería tan agobiante. Al comienzo fue así. Llegó la primera, luego la segunda, y después continuaron viniendo como si ésta fuese la única dirección del mundo. Ya ni siquiera me molesto en recogerlas. Observo cómo se apilan en la entrada. Construyen una trinchera. Casi puedo verlas cobrar vida, reírse a mis espaldas, clamar por justicia. Las cartas. Me exigen que pague. No las abro. Dejo que se organicen entre ellas. Que conversen. Armen planes. Que me odien. No las leo. Leer es como meterse en la cabeza de alguien. Entender qué piensa. Entender cómo piensa. Mi abuelo leía mucho y siempre me decía lo mismo: leer es lo más cercano a estar en la mente de otra persona. No las abro y no las leo porque no quiero meterme en la mente de quienes envían las cartas. ¿Qué piensa de mí el banco? ¿Que soy un criminal? ¿Un vago? ¿Valgo la pena, o para ellos soy un número? ¿Qué piensan los números de ellos mismos? ¿Qué miran cuando observan su reflejo? ¿Qué siente un número? ¿Sufren, acaso, al ver uno mayor o uno menor? ¿Cómo cambian al mezclarse, al sumarse, cómo se restan entre ellos? Se apilan las cartas. Se están amontonando, y ese es el problema. Estoy pensando en escribirte. Pero también pienso que si lo hago, quizás podrás leer lo que tengo adentro. Ya no miro el montón que se apila en la entrada. Doy vueltas por el departamento, como un león encerrado. Camino tanto los mismos espacios, que mi cuerpo los recorre sin prestar atención. No puedo seguir así. Debo salir de esto. De las deudas. Del encierro. La tristeza. No veo la salida, pero estoy seguro que esto recién empieza. Estoy pensando soluciones. ¿Se te ocurre alguna? Llámame.
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