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Al salir del Hauptbahnhof, lo primero que golpea los ojos es el Dom, esa iglesia enorme de color grisáceo que vigila el caminar de los visitantes a la izquierda de quienes pisan la ciudad por primera vez. Köln está templado. El clima es menos duro que en Berlín y aunque no vengo seguido, siempre me da la sensación de tener el aire de pueblo pequeño, sin ser pueblo. Es una ciudad. Una ciudad ciudad pequeña, magullada por la historia. Una ciudad que se levantó de las ruinas. Cuando dejamos la estación, tomamos un taxi y le digo la dirección al conductor del vehículo. Camila me pregunta si es muy lejos y le digo que no sé, pero el taxi gira en una pequeña rotonda y se pierde entre calles que parecieran no seguir ninguna lógica. Nos perdemos en las serpenteantes callejuelas de Köln y Camila mira por la ventana de taxi mientras avanzamos por pequeñas y confusas avenidas. Cruzamos el río y poco a poco nos alejamos del borde de la ciudad. Sabemos a dónde vamos y nos hemos estado preparando durante todo el viaje, pero ahora que estamos acá, esta última parte del trayecto pareciera ocurrir demasiado pronto y dejarnos con la sensación que nos faltó tiempo para enfrentar lo que se viene. Y es que en un pestañeo, nos encontramos frente a una cuadra de pequeñas casas con patio frontal y rejas negras. El taxista se detiene delante de una con el número catorce en la puerta de metal de la entrada y me dice aquí estamos y le dejo una propina y nos bajamos y de pronto pareciera que el tiempo se detiene cuando estamos ante la puerta. Con la lentitud de un pesado ritual, busco en mi cartera y extraigo el llavero. Es un pequeño manojo de tres llaves: dos grandes y una muy pequeña. La más grande es, claramente, la de la reja exterior. Abro la puerta y el metal cruje con un chillido agudo. Del otro lado, el pasto ha crecido, descontrolado, y el abandono de la casa se evidencia porque tiene las ventanas cerradas. Nadie ha pisado este lugar en meses, pienso. Caminamos muy lento hasta la puerta de la casa y tomo la otra llave. La inserto en la chapa y ésta cruje con dureza. Está abierta. Estamos aquí. Entonces, nos inunda aquella memoria tan cercana y, a la vez, tan distante. No lo noto al comienzo, pero la sensación de un cosquilleo recorriendo mis mejillas, indica que tengo lágrimas cayendo de los ojos. Es el olor de la mamá, susurra Camila, ¿por qué no puedo dejar de llorar?

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