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Cuando niño creía que había un fantasma en el living de mi casa. Todas las noches, al irme a acostar, apagaba la luz y me quedaba mirando el marco de la puerta. Esperando. Aguantaba la respiración, atento cualquier sonido. Cualquier movimiento que delatara una presencia extraña. No sé en qué momento me obsesioné con la idea de un fantasma vagando por el living, pero me persiguió durante años. Me costaba dormir. Encendía mi lámpara y leía hasta que mis ojos no podían enfocar, incapaces de seguir recorriendo las líneas. Entonces, apagaba la luz y me dormía, sin tener tiempo de pensar en el fantasma. Lo ahogaba con letras. El ritual de leer hasta agotarme me acompañó hasta que una noche, a los doce años, ya con la luz apagada y en silencio, escuché un ruido en el living. Era tarde y mis padres estaban durmiendo. No había nadie despierto en casa. Me puse de pie y caminé lentamente hacia la puerta. En el marco, la oscuridad de la sala de estar vacía, me succionaba el alma del miedo. Caminé con cuidado hasta quedar de pie en la mitad del living, esperando que el ruido volviera a suceder. Esperé que se cayera algo, que se rompiera algo, que alguien me dijera alguna frase al oído. Que la muerte me tomara por sorpresa. Estaba preparado para lo que fuera. Un niño de doce años, cansado de huir, estaba preparado para ver el rostro de la muerte. Pero nada ocurrió. Permanecí de pie durante unos diez o quince minutos y luego me devolví a mi cama, en la más absoluta tranquilidad. Tenía solo doce años, en ese entonces no tenía idea lo que había hecho. Hoy, de adulto, lo sé. El miedo, la oscuridad y yo hicimos un trato. Realizamos un pacto de convivencia pacífica. Sabemos que el otro está ahí y no cruzamos los límites. Nos mantenemos en nuestros territorios. Desde entonces, no he sentido verdadero miedo, y desde entonces, cada vez que me encuentro en un lugar a oscuras, se siente igual que un sitio iluminado. Son ese tipo de tratos los que cierran etapas, y son esos mismos tratos los que permiten que avancemos de frente por la vida. Nosotros, ahora, tenemos un trato. Un trato en el cual yo no voy a tocar el suelo y tú vas a caer en los próximos segundos. No soy un niño. Ya no tengo miedo. Cierro los ojos, pero no hay oscuridad. Bajo mis párpados, toda la luz del mundo. Esquivo tu golpe. Estás abierto, bajaste el brazo izquierdo. Voy a entrar con un gancho de derecha. No te preocupes. La humillación no dura para siempre. Es igual que el miedo. Temporal. Finito. Pasajero. Como la fama, la tristeza y los delirios de los enamorados.

1 comentario:

  1. Me encanto leer esto. Me transmitió muchas cosas :) Gracias por escribirlo.

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