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No es la primera vez que veo algo así. Una vez me fui de viaje con mis tres hermanos. No nos llevábamos bien, pero queríamos cambiar eso. Mi hermano mayor arrendó un auto. El plan era ir juntos. Conocernos. Pasarlo bien los tres por una vez. Queríamos llegar a Valencia, en España. No alcanzamos a salir de Alemania cuando el auto se quedó parado en la mitad de la carretera. Tres hombres sin idea de cómo funciona un auto, en una carretera en medio de la nada. No es un panorama muy alentador. Comenzamos a culparnos entre nosotros. Son los permisos que da la sangre. Gritas cuando te enojas. Abrazas cuando te alegras. La cercanía de los cuerpos y la distancia de los afectos. Las acciones involuntarias. Así que no se preocupen, no es la primera vez que veo algo así. Si mis hermanos y yo sobrevivimos a nuestro viaje sin matarnos, ustedes estarán bien. Es obvio que se quieren. No se miran con desprecio, sino con la curiosidad de los animales que se huelen por primera vez. Nosotros intentamos solucionar nuestras diferencias, pero fracasamos porque no supimos darnos aire para despreciarnos con calma. Primero se debe odiar para luego volver a querer. Intentar quererse todo el tiempo es una condena. El afecto es pendular. Oscila entre la estadía y su ausencia. Ya no hablo con mis hermanos. Ahogamos nuestros afectos, oprimidos por la urgencia de sentirnos queridos. Los juegos del ego. Hace años que no tengo noticias de ellos. No sé en qué están. A veces pienso que tienen vidas maravillosas, que sus familias los aman y sólo tienen con sus parejas el acuerdo de no hablar acerca de sus hermanos. A veces, también, pienso que fracasaron y se dedican a ver televisión, emborracharse frente a la pantalla y esperar que el cuerpo se rinda, reventándolos de un infarto en el living de su casa. Hay noches en que, antes de dormir, me imagino si se preguntan qué será se mí. Si sabrán que mi mujer se pegó un tiro cuando descubrió que tenía cáncer. Si sabrán que nunca tuve hijos. Me pregunto si saben que trabajo como camionero en esta carretera hacia Berlin y que a veces recojo gente que abandonada en la ruta, como nosotros nos quedamos cuando éramos jóvenes y nunca llegamos a España. Valencia debe ser un lugar hermoso, con niños corriendo en la playa. Ancianos tomados de la mano, contemplando el mar, viendo el rostro de lo infinito. Amantes sonrientes, humedecidos por la brisa. Hermanos abrazados, bebiendo cerveza, tumbados en la arena. Hermanos que se quieren y nunca cortan sus vidas con precisión quirúrgica. Un corte tan perfecto que la herida ni siquiera sangra. La libertad de los afectos. Las separaciones permanentes. Los sueños incompletos.
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