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27
Cuando niño tenía dos perros. El Astro y el Pelícano. Astro era un pastor alemán, grande. El Pelícano era un perro poodle, pequeño. Ambos jugaban todo el tiempo. Eran dos machos castrados. Dos angelitos. Jugaban a morderse y a correr. Y jugaban todo el tiempo porque es lo que hacen los animales cuando no tienen que preocuparse de buscar comida. Usas sus garras para jugar con tierra y sus dientes para morder pelotas. No abren animales por la mitad ni comen pájaros crudos. Dos perros jugando a ser felices. Un día, en la noche, un tipo se metió a la casa. Yo tenía once o doce años, y vi una sombra en el patio. Mis perros se despertaron y comenzaron a ladrar. El sujeto le dio una patada al Astro, que era más grande, y le rompió la nariz y el hocico, luego le dio un balazo. Mi papá se despertó con los llantos de mi perro y sacó la escopeta antigua, que era de mi abuelo. El sujeto salió corriendo y se escapó de los disparos al aire que dio mi papá. En el patio, en las baldosas de cemento, Astro sangraba, mirándome a los ojos. Mi mamá me dijo que me entrara a la casa, que no viera, pero estaba como hipnotizado. Los ojos de mi regalón, suplicándome que lo ayudara. La sangre brotando de su pecho, al ritmo de los latidos de su pequeño corazón que nunca supo lo que era una pelea, que sólo se dedicó a cavar agujeros, correr y perseguir pelotas. Mi papá llamó a un veterinario de urgencia, pero cuando llegó, Astro ya estaba muerto. Mi amigo agonizó en las frías baldosas del patio, esa noche de verano. El Pelícano lloraba a su lado, le lamía las orejas. Lo acompañó hasta que su compañero de juegos dejó de respirar. Cuando se lo llevaron, Pelícano me miraba, sin entender del todo. Éramos dos seres contemplando la muerte por primera vez. Astro nunca se defendió. No sabía pelear. Al darme cuenta de eso, me metí a boxear. No quería que la muerte me encontrara jugando en el patio, cavando agujeros, mordiendo pelotas o corriendo con mis amigos. La muerte me encontraría de pie, listo. Firme. Te estoy llamando porque decidí volver. Y decidí hacerlo porque en un momento me di cuenta que la muerte me encontraría en mi casa, volviendo cansado de un trabajo que realmente no quiero. Y me di cuenta que no quiero eso. Voy a volver a pelear, Camila. Y te estoy llamando para que lo sepas, para que tengas claro que no estoy ocultando nada. Me voy a poner los guantes y me voy a subir al ring y voy a volver. Te llamo porque necesito decírtelo en persona. Porque si me llega a pasar algo, no quiero que te tome de sorpresa. No quiero dejarte como el Pelícano: solo, oliendo una pelota antigua, ajada, corriendo y mirando constantemente hacia atrás, para ver si su amigo aparecía de sorpresa. La peor soledad es aquella que no sabe que existe. Que ignora su condición porque no cree que pueda existir tanta pena en el mundo y nadie haga de ella el centro de la atención. Pero la soledad funciona bajo esos términos. Porque es posible sufrir toda una vida. Y porque es posible no sacar nada en limpio de todo eso. Quiero prepararte. Quiero que lo sepas. Y quiero, también, que sepas que te amo.
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