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En la mañana me desperté queriendo una poesía. Una imagen. Ahora son las doce del día y camino por la Alameda. No por la acera. Uso la calle. No pasan buses ni autos ni colectivos buscando pasajeros, sólo peatones que se han tomado el camino a la fuerza. Intervenimos estos espacios porque no tenemos más formas de avanzar. Un anciano en bicicleta pasa al lado mío. Tiene una radio en la canasta y suena “El pueblo unido”. Es un recuerdo encapsulado, sonando desde unos parlantes viejos, con una tristeza descarnada. Una canción vieja en una radio vieja puesta por un viejo con viejas esperanzas que ahora deposita en nosotros, porque él, ahora, ya no tiene a nadie. La canción rebota en las grises paredes del centro de Santiago y se cuela por las ventanas de los edificios que observan con desdén cómo nos movemos, viaja hasta las grises nubes y suspira, contaminada con el aire. La canción se disuelve y se eleva al cielo de lo que ya no importa. Las aves nos miran, extrañadas. Los perros juguetean a nuestro lado. Se persiguen, siendo parte de una ilusoria festividad. Y nosotros, cientos de miles, ya no contamos para nadie. No tenemos más que nuestro cuerpo para reclamar lo que deseamos. Somos tus números, siempre obedientes, siempre en mayoría. Una chica se acerca a mí. Me pide fuego. Le enciendo un cigarro y comenzamos a hablar. Bárbara, se llama. Le digo que me llamo Carlos y me sonríe. Intento hilar alguna conversación que no me deje como un idiota, pero comienzan a sonar las sirenas y sé que no me queda mucho. Va a empezar el baile. Todos sabemos la coreografía. Los gritos, el agua, los gases y el absurdo ritual de correr hasta que la furia se convierta en cansancio. Luego la vuelta a casa y la tristeza. Los patrones habituales. La insulsa topografía de las ilusiones. ¿Qué vas a lograr con eso? Me preguntan mis padres. Y es lo mismo que me pregunta mi corazón cansado. No tengo una respuesta concreta, pero sé que no puedo quedarme quieto. Porque va a alcanzarme el tiempo y la culpa y el irrefrenable avance de la adultez. Y cuando mire hacia el lado, voy a tener demasiadas responsabilidades como para seguir caminando por la calle a rostro descubierto a las doce del día. Las sirenas se aproximan. No me sueltes. Bárbara me sonríe y se aleja entre la masa. Intento buscarla con los ojos, pero el tumulto se abre y llega el primer chorro de agua. Nos separa, con violencia inusitada. La pedante sonrisa de la hegemonía. El mar humano arremete con furia y los gritos ahogados se cuelan entre los edificios que continúan observándonos. El espectáculo conocido. Ya no suena la tonada proveniente de la bicicleta. Las sirenas y los disparos y los gases se han tragado la música. El baile de siempre comenzó sin mí. Ese baile macabro cuyos compases son marcados por los gritos. Doy vueltas, buscándola. Mis ojos recorren miles de rostros, pero ninguno es el suyo. Somos cientos de miles. Bárbara se perdió entre las personas. Entre esos números, siempre obedientes, ahora desesperados. Mi corazón cansado me sonríe con desaire. Quería una imagen. Una poesía. Pero somos números. Y los números solo producimos resultados.

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